Estado de autoritarismo
La querencia de Pedro Sánchez hacia formas arbitrarias y autoritarias de entender el ejercicio del poder ha convertido su desempeño en una apuesta por la ilegalidad rutinaria
El Gobierno de cualquier otro país europeo es probable que hubiera caído tras los sucesivos revolcones propinados por su Tribunal Constitucional. El que preside Pedro Sánchez no sólo se mantiene intacto, sino que apenas se ha inmutado.
El sanchismo acredita una abrumadora capacidad de resiliencia facial de descaro e impudor a prueba de hormigón. Paradigma de esa actitud desahogada la representa como nadie el presidente del CIS, José Félix Tezanos, cuya jeta de cemento armado le permite asegurar en el Congreso, sin pestañear, que sus encuestas son las más fiables, que no están manipuladas ni sesgadas en favor del PSOE y que el PP las critica porque no gana. La osadía de Tezanos es muy coherente con las actuaciones del presidente al que sirve y del Gobierno al que respalda. Un Gobierno Frankenstein que no se pone de acuerdo ni consigo mismo, como señalan los desencuentros habituales, en fondo y forma, de las vicepresidentas Díaz y Calviño por el salario mínimo o por la reforma laboral. Y si no se ponen de acuerdo entre ellos, ¿cómo pedirles que pacten con la oposición o acepten con autocrítica las reprobaciones de nuestro máximo tribunal de garantías?
Mediante tres sentencias de inconstitucionalidad, dos al Ejecutivo y una contra la presidenta del Congreso por el cerrojazo a la cámara baja en sintonía con la estrategia e intereses del Gobierno, el Tribunal Constitucional ha dinamitado la improvisada arquitectura jurídica que Sánchez levantó para hacer frente a la peor crisis sanitaria de nuestra historia. El alto tribunal le censura por decretar un estado de alarma en vez del de excepción para poder encerrarnos y restringir nuestros movimientos, y por silenciar a la oposición en el Congreso impidiendo su derecho constitucional de control al Ejecutivo. A esas dos reprobaciones jurídicas graves, el Tribunal Constitucional añade la ilegalidad que supuso que Sánchez se desentendiera de la pandemia y le pasara la patata caliente a los Gobiernos autonómicos. El eufemismo que Sánchez acuñó como la cogobernanza fue en realidad una dejación de sus funciones al legar a las autonomías la toma de decisiones y la responsabilidad sobre las restricciones que, en algunos casos, tumbaron los tribunales superiores. El ausente Sánchez reapareció más tarde para ponerse la medalla de la vacunación e intentar arrebatársela a los Gobiernos autonómicos que con eficacia y competencia consiguieron vacunar masivamente a sus ciudadanos.
Las sentencias reprobatorias no sólo rechazan las medidas jurídicas que el Gobierno aprobó para afrontar la pandemia, sino que además nos revelan una forma de gobernar cesarista y autoritaria impropia de quien supuestamente venía a regenerar el sistema democrático desde el Ejecutivo. La querencia de Pedro Sánchez hacia formas arbitrarias y autoritarias de entender el ejercicio del poder, que conculca gravemente los derechos y libertades de los ciudadanos, ha convertido su desempeño en una apuesta por la ilegalidad rutinaria. Y el problema es que no parece que los reveses del Tribunal Constitucional vayan a influir en su actitud presente y futura, por más que supongan una enmienda a la totalidad de la gestión que hizo de la COVID.