Ya olía a crisantemos
Sabían que la muerte viajaba hacia España pero no hizo nada
La muerte tiene madre. E hijos. Y tiene hermanos. Pero no tiene Gobierno. En Lampedusa, en Cala Pisana, hay un cementerio de tumbas blancas, sin letras ni inscripciones, sin deudos ni lágrimas, muertos escondidos en la tierra escupidos por el mar desde un cayuco. Aquí, un virus que de camino a España también pasó por Italia, llenó de ataúdes familias, corazones y hasta un Palacio de las princesas de Frozen. Mientras, hubo 23 españoles, 22 ministros y un presidente que, como trovó Lorca, se disfrazaron de noviembre para no infundir sospechas. Uno de ellos lo ha confesado: sabían que la muerte viajaba hacia España pero nuestro Consejo de Ministros, con sus 1.200 asesores, sus jubilaciones pensionadas, sus dietas, sus carteras grabadas, sus mentiras televisadas, sus votantes decepcionados, sus seguidores contumaces, sus obsesiones con Franco, sus traiciones a España, sus sonrisas de madera, esos 23 españoles no hicieron nada. Nada.
Lo ha dicho la tercera responsable de ese Gobierno, Yolanda Díaz. Ella también hizo nada, salvo encargar un manual de riesgos laborales que, dos años después, esgrime como endeble asidero exculpatorio. Entonces ya intuíamos nuestra desgracia, pero no su dimensión: en el puesto de mando del Estado había una veintena larga de superficialidades, frivolidades con cargo al Presupuesto, que mientras la alerta internacional, anticipada el 30 de enero por la OMS, nos cercaba, echaban cuentas de los réditos políticos que les iba a reportar la propaganda de un domingo feminista. Y España ya olía a crisantemos. Lejos de servirle como atenuante a Yolanda Díaz la extemporánea confesión le ha resultado un demoledor reconocimiento de culpa: si sabía la letalidad de la amenaza y no se encadenó a la verja de La Moncloa minutos después de dimitir y denunciar la pasividad del Gobierno, es tan corresponsable de la negligencia como Sánchez.
Esos 23 españoles no hicieron otra cosa desde entonces que ocultar muertos, convertir esta pesadilla en matemática pura, geometría, curvas, picos, progresiones, cálculos, proyecciones, estabilizaciones, cuando no en geografía escolar: mesetas, llanuras, cordilleras... Pero no muertos. Cifras, datos fríos, tendencias, estadística pura. Pero no muertos, que era de mal gusto para la empática Díaz, para su liderazgo de cartón-piedra construido por Sánchez e Iglesias para no perder la hegemonía de la izquierda, que acaba de recobrar la memoria vestida de cuero y desnuda de ética.
Muertos sin nombres, sin caras, sin lágrimas, sin abrazos, sin manos cálidas, sin entierros, sin curas, sin oficios, sin pésames, sin velatorios… Como en Cala Pisana, donde las tumbas de los inmigrantes tienen como única identificación una foto del mar en el que perdieron la vida. Heráclito ya dijo que ni el agua ni el hombre serán los mismos. El Gobierno decidió que la muerte debía ser clandestina. La escondió en la zona de sombras de su gestión, donde desmonta la Constitución que hoy celebramos sin tener, ni de lejos, las mayorías reforzadas que exige nuestro marco jurídico.
Más allá de las comisiones de investigación y de la actuación de oficio de la Fiscalía, hoy las lágrimas siguen corriendo sin consuelo para vergüenza del Gobierno y sonrojo de Simón, también de Pedro, que negaron el peligro, no tres veces, sino infinitas, antes de que cantara la parca.