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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Hay un español que quiere

Los granjeros (políticos y periodistas) hemos optado por cocernos en nuestra propia salsa, hablando solo de lo malo que tiene… siempre el otro

Actualizada 05:11

Digámoslo ya. España es un país fascinante. No tenemos la culpa de tener un Gobierno poco patriota. Por lo menos no tenemos la culpa todos. Unos cuantos sí. Ya saben lo del cínico: a la pareja se la conoce en el divorcio, a los hermanos en la herencia, a los hijos en la vejez, y a los tontos en las elecciones. Pero grano, por muy abundante que sea, no hace granero. Los granjeros (políticos y periodistas) hemos optado por cocernos en nuestra propia salsa, hablando solo de lo malo que tiene… siempre el otro. Pero hay más otros que los otros que no opinan como otros que somos nosotros.

Hay otros que van cada mañana de su corazón a sus asuntos. Como Moisés, un restaurador de Aguilar de Campoo, que me ha dicho este fin de semana que dejemos de mirarnos el ombligo. Que gastemos más saliva en hablar de lo que cuesta encender el horno de pan o llevar el lechazo a la mesa, que en interpretar las paridas de Rufián. Porque más allá del Congreso de los Diputados, hay estrecheces, muchas, pero también patriotas; hay paro, pero también amor a la tierra; hay finales de mes apurados, pero también amaneceres prometedores; hay covid recién llegado de Sudáfrica, pero también ganas de volver a lo que éramos. Esta es la España de la que nadie habla y a la que los políticos escupen cada vez que gritan en el Parlamento. Pero existe, incluso como antídoto de las estadísticas que vomitan nuestro enclenque orgullo nacional.

Es verdad que tenemos un país de baja autoestima, quizá porque nos han enseñado a leer mal nuestra historia. O porque nos dirigen personas llenas de frustraciones, que proyectan su mezquindad a la sociedad. Curiosamente, es en los más recónditos lugares de España, en sus rincones más olvidados por el presupuesto y la tele, donde la gente quiere más a su país. Y razones tienen para ello: aunque la pandemia nos ha azotado, todavía somos de las naciones del mundo con mayor esperanza de vida; el Estado donde disfrutamos de una asistencia sanitaria envidiada incluso por nuestros iguales; una nación que gasta más de la mitad de lo que produce en mantener su estado del bienestar; somos líderes en donaciones y trasplantes de órganos; nuestro idioma lo hablan 600 millones de almas, colosal patrimonio que denigran los supremacistas; es la tercera nación del planeta con más kilómetros de autovía en proporción a su territorio, y la segunda, solo por detrás de China, con más extensión de red ferroviaria de alta velocidad. Sin olvidar que somos el segundo país más visitado del mundo, solo por detrás de Francia y seguido de Estados Unidos, quizá porque nuestra gastronomía, clima y campechanería tabernaria, que diría Tezanos, nos hace irresistibles para el resto del orbe.

Es desconsolador ver que quien más valora todo esto es quizá quien menos lo puede disfrutar, españoles de la España silenciada, que labora, calla, vota y vuelta a empezar, estímulo con que nuestros veteranos nos alientan. Gente con sus añazos encima que han conocido guerras, posguerras y necesidades, españoles a los que únicamente se menciona cuando caen como chinches en las residencias o cuando son usados como cobayas en los reportajes de la España vacía. Su silencio es más ensordecedor cuanto más ruido hacemos nosotros. Incluso hoy, cuando por culpa de la pésima gestión del covid, la imagen de España vuelve a ser más negativa dentro que fuera del país, ellos, los amordazados por el griterío en las redes, dicen querer mucho a su tierra: por encima del imaginario nacionalista y populista, que ha inoculado su odio a generaciones enteras, robándonos nuestro pasado glorioso y despojándonos de cualquier atisbo de esperanza en nuestro futuro común.

Esos españoles que vivieron con el franquismo son los que menos hablan de Franco, aunque recuerden sus sombras. Al contrario de nuestra clase dirigente que, sin saber de lo que habla y manipulando lo poco que sabe, ha convertido aquel régimen en el perejil de todas las salsas políticas. Que Franco murió, lo sabe hasta el abuelete que anunciaba la fabada, pero estos políticos, zurra que dale con su pertinaz monserga, lo reviven cada día para exonerar sus pecados. Mientras, la gente colocada extramuros del espectáculo político, a la que los que mandan han convertido en clase perdedora, la que siente y quiere a España, está en la tarea presente: en el horno de pan, en el lechazo, y en el futuro de los hijos y los nietos. Por eso merece la pena que nos acordemos de ellos. Que sin participar de esas carreteras que rodamos, sin gozar de los musicales de la Gran Vía, incluso sin disfrutar de nuestros admirables Adriás y Zaras, ni de Amazon ni de wifis y otros apechusques modernos, son felices. Y son felices queriendo a España.

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