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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Sorrentino, sí; Almodóvar, no

El napolitano presenta tres ventajas sobre nuestro divo: no te da la chapa «progresista», adora la institución familiar y a su modo cree en la esperanza

Actualizada 19:09

Hubo un tiempo en que Italia abría nuevas sendas para el cine, con directores de la calidad e imaginación de Fellini, De Sica, Rossellini, Visconti, Antonioni… Existe una plataforma donde ofrecen aquellas viejas películas y continúan resultando fascinantes. Además, los italianos del siglo pasado triunfaron también con un cine más comercial, comedietas un tanto chocarreras que exportaron con éxito por toda Europa.

Tambié fue de factura italiana la película más importante de la historia. Se llamaba «La puerta del cielo». Se estrenó fugazmente en 1945, en muy pocas salas, la crítica la vapuleó –no sin razón– y enseguida se desvaneció. Entonces, ¿por qué es la película más importante de la historia? Pues porque es la única que ha salvado la vida de 600 personas. La dirigía el gran tarambana y brillante artista Vittorio de Sica y la sufragaba Orbis, la productora del Centro Católico Cinematográfico. En nombre del Vaticano ejercía como supervisor del rodaje un curilla ojeroso, de 47 años, un tal Giovanni Battista Montini (19 años más tarde se convertiría en el papa Pablo VI, canonizado en 2018). El mundano De Sica y el intelectual Montini hicieron buenas migas. Enseguida se conjuraron para que el rodaje, que contaba una peregrinación al santuario de Loreto, no concluyese hasta que los aliados liberasen Roma. El plató, la inmensa iglesia de San Pablo Extramuros y sus jardines, se convirtió de hecho en una tapadera para proteger a judíos y miembros de la resistencia perseguidos por los nazis. Jamás hubo tantos extras innecesarios en una película.

Hoy, un nuevo director deslumbrante está reverdeciendo los laureles marchitos del cine italiano. Es el napolitano Paolo Sorrentino, de 51 años. Le ha robado a Fellini hasta la respiración. Pero incluso así ofrece una aportación original. Sorrentino contempla a sus criaturas con una mirada que mezcla con éxito ironía y cariño. Puede ser trascendente y chabacano, a veces casi en la misma escena. Barroco hasta lo afectado y extrañamente íntimo. En sus sátiras, incluso en las más despiadadas, nunca falta un punto de respeto esquinado por sus víctimas, de duda, o hasta de admiración. En su última película, «Fue la mano de Dios», Sorrentino, que se quedó huérfano a los 16 años cuando sus padres murieron por una fuga de gas, regresa a la luz, las dudas y las expectativas de su adolescencia en Nápoles. Con el culto a Maradona como guiño irónico, la película se convierte en un gran homenaje a la institución la familia, en su formulación latina de nudos irrompibles. De paso, cuenta la historia de cómo despertó la vocación de Paolo por el cine, en un momento en que era un chaval averiado por la pena.

Las comparaciones son odiosas, dicen. Pero pasándomelo bien con la nueva entrega de Sorrentino no pude evitar acordarme de otro renombrado director de la Europa sureña, que por mucho que lo he intentado casi siempre se me atraganta. ¿Por qué me gusta Sorrentino y me resulta cargante Almodóvar? Pues por tres motivos: Sorrentino no te da la chapa ideológica «progresista», adora la institución familiar y cree en la esperanza (a su modo siempre encuentra un hueco para lo trascendente, incluso para lo milagroso, como ocurría en «La gran belleza», su obra maestra). 

Como todo creador, Sorrentino no siempre acierta y a veces derrapa. Pero se permite lujos hoy tan prohibitivos como fumarse la corrección política; o contemplar el mundo con una mirada masculina, por la sencilla razón de que él es un hombre; o adorar a sus padres y familiares; o contar su adolescencia en un colegio católico –como Almodóvar pasó por los salesianos– de una manera natural, sin el colmillo y el resentimiento de nuestro súper-progresista de guardia. En el mundo de Sorrentino a los hombres les gustan las mujeres y viceversa. ¡Qué atrevimiento!

Los italianos, un pueblo de vuelta de todo, saben tomarse la vida no demasiado en serio. Deambulan escépticos, como si todo fuese en el fondo una ligera comedia del arte; por eso hasta su política tiene algo de chiste. Nuestro Pedro, en cambio, ha sido incapaz de sacudirse el vinagre de un inexplicable encabronamiento, que no cuadra con su enorme éxito, ni tampoco con la realidad del espléndido país en el que siempre ha vivido: España.

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