El pacifismo inútil
Los ucranianos necesitan a los halcones ahora, cuando caen en las calles bajo las bombas rusas. Puede que mañana sea tarde para ellos
A la hora de escribir estas líneas, las tropas rusas siguen avanzando en Ucrania, y el tan elogiado discurso de Borrell el martes en el Parlamento europeo se queda en una rectificación de las teorías pacifistas de la izquierda que de poco sirve para la defensa de los ucranianos hoy, cuando están muriendo heroicamente bajo las bombas rusas. Borrell reconoció por fin que no se puede equiparar a agresores y agredidos, que el mal y la guerra existen, y que Europa necesita instrumentos de coacción, de represalia y de contraataque frente a adversarios temerarios.
Se trata de una rectificación histórica de la izquierda europea y de su teoría de que todo conflicto tiene una solución dialogada, de que las resoluciones de Naciones Unidas son la principal respuesta a las agresiones violentas, de que hay una solución pacifista frente a la guerra. Esta ha sido la posición dominante de la izquierda occidental ante los conflictos militares, plasmada en las calles en las manifestaciones del «No a la guerra», y en los medios intelectuales, en las teorías de las palomas frente a los halcones. Con la tan repetida y exitosa propaganda de que las pacifistas y progresistas palomas aseguran la paz y el bienestar mientras que los agresivos y conservadores halcones tienen nefastas ideas sobre la necesidad de respuestas militares a los ataques militares.
Incluso Pedro Sánchez, el que quería suprimir el Ministerio de Defensa y que estaría encantado de limitarse a enviar a los ucranianos una resolución de la ONU como ayuda, ha tenido que enviar armas. Eso sí, las llama «material ofensivo», a ver si con eso no parecen armas. Y se ha quedado sola y patéticamente aislada la extrema izquierda defendiendo a Putin, con Pablo Iglesias diciendo que no se acabará con la guerra profundizando en ella, o que la solución es la rendición de los ucranianos. Ahorrándose esta vez, eso sí, llamarles neonazis a todos ellos, como ya lo hizo con el futbolista Zozulia, lamentablemente perseguido en España por su patriotismo ucraniano.
El teólogo y profesor de Oxford Nigel Biggar escribió hace pocos años un provocador y brillante libro en defensa de la guerra justa (In Defense of War, 2013) que comenzaba con una reveladora introducción sobre el «virus del wishful thinking», o aquello de que siempre habrá una respuesta posible, una alternativa, una solución que evite la guerra. Y yo me temo que el mundo occidental está ahora mismo instalado de nuevo en ese wishful thinking, en la idea, muy bien explicada por Charles C.W. Cooke el miércoles en The New York Post («Beware wishful thinking when it comes to Ukraine crisis») de que nuestro apasionado rechazo de la invasión rusa y nuestras medidas de boicot serán suficientes para que los ucranianos resistan y ganen por sí mismos la guerra.
Y es indudable que la nueva posición europea sobre la respuesta a los ataques militares tendrá importantes consecuencias en el futuro. También lo es que el consenso y la presión internacional en defensa de Ucrania y de su soberanía contribuirán al debilitamiento de Putin, que incluso el boicot cultural y deportivo servirá. La gran duda es cuándo y a qué precio. Porque los ucranianos necesitan a los halcones ahora, cuando caen en las calles bajo las bombas rusas. Puede que mañana sea tarde para ellos.