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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Ribeira, Galicia, la mar

La pesca también está amenazada, Madrid y Bruselas tienen en su mano que no suceda un drama en ciernes

Actualizada 01:28

Santa Eugenia de Ribeira es una no tan pequeña villa de la ría de Arousa que ejerce orgullosa de capital del Barbanza, la sierra que se acuesta plácidamente sobre la mayor factoría de marisco del mundo y acumula historias de vikingos, fenicios, piratas, balleneros o percebeiros con una hondura de la que no siempre son conscientes sus protagonistas, gallegos de ésos capaces de emigrar a Delaware y volver 40 años después preguntando cómo estará la leira para sembrar las patatas.

De sus fiestas tuve el honor de ser pregonero el miércoles, con la invitación del bueno de Manolo Ruiz, alcalde cabal, y la folclórica oposición de un par de partidos residuales, a quienes parece ofenderles mucho que alguien de fuera acuda a hablar bien de ellos, gratis, y allá donde una radio o televisión de toda España le dejen a uno colarle el lema, sentido, de que Ribeira es el mejor lugar del mundo para vivir.

Por allí y sus nueve parroquias, entre las que está la mía, Aguiño, el mar se abre a la pesca de bajura más pujante de España, y se convierte en antesala de los grandes caladeros mundiales donde tripulaciones enteras de hombres valientes pasan media vida buscando esa merluza de palangre que cotiza luego en la lonja por debajo del precio en esfuerzo que tiene su pesca.

Con gentes, barcos e historias así debió escribir Joseph Conrad El espejo del mar, quizá el libro de crónicas marítimas más apasionante nunca editado, salido de las entrañas de un novelista que se enroló en buques franceses o ingleses antes de iluminar con salitre sus maravillosas páginas.

Ahora esa pesca está amenazada por esa extravagante burocracia que, como decía Pío Baroja, se ha establecido para vejar al público. Ni Madrid ni Bruselas parecen dispuestos a frenar la posibilidad de que, en síntesis y por no extenderme aun a costa de dar algún brochazo, puede dejar varada la flota española de norte a sur por el cierre de los grandes caladeros a la pesca al arrastre y, con ella, a otras artes como el cerco o el pincho, ese laborioso sistema que coloca en una línea principal otras secundarias con un sinfín de anzuelos que garantizan un pescado impecable, sin mazarse en el choque de cuerpos buscando aire dentro una red.

Da igual cuáles sean las razones y hasta dónde sea verosímil la amenaza: si la gente de mar lo teme, hay que creerles. Ellos ven las tormentas, el viento, las olas y las corrientes antes de que lleguen. Su temor no es una intuición razonable, sino la información anticipada de un hecho real que ellos saben leer en las mareas.

Devastado el campo por los fuegos, señalada la ganadería por los necios y olvidada la España rural por el compendio de cretinos e ignorantes que legislan en varios idiomas; la puntilla al mar sería el remate de esa nefasta costumbre de llenarse la boca de cursi respaldo a la «España vaciada» y esa evidente indiferencia a los españoles que la llenan de verdad.

Ribeira es el resumen de la España marinera, y lo que le pase a su pesca nos pasará a todos si Madrid y Bruselas no entienden el problema

Aún se está a tiempo, basta con que Luis Planas, que es un ministro sensato en un Gobierno delirante, llame a su colega europeo del ramo, Virginijus Sinkevicius, y juntos lean un poco a Conrad. Sabrá qué hacer a continuación y Ribeira, como toda Galicia, respirará aliviada.

«Ustedes, todos ustedes, han obtenido algo en la vida: dinero, amor, cosas en tierra firme. Pero, ¿acaso el tiempo en que estuvimos embarcados no fue el mejor de nuestras vidas? Cuando éramos jóvenes en la mar, jóvenes sin nada, sobre la mar que nada regala, excepto buenos golpes y momentos para ponerte a prueba, ¿no sientes haberlo perdido?».

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