Rushdie y Pablo Iglesias
Es muy revelador lo poco que le interesa a la extrema izquierda española la causa de la libertad de expresión cuando quien la persigue es el yihadismo
Está preocupado Pablo Iglesias, aquel que por un bromazo político de Sánchez llegó a ostentar título de vicepresidente, aunque nunca dio palo al agua ni ejerció. Lo que le quita el sueño al hacendado de Galapagar es la película Grease. Iglesias Turrión tacha el musical clásico de Olivia Newton-John y Travolta de racista, porque en su reparto no aparece ni un negro. Es por tanto una película políticamente incorrecta, y eso es imperdonable. De lo que no aparece ni línea en la activa cuenta de Twitter de Iglesias es sobre el apuñalamiento de Salman Rushdie, alcanzado por fin, 33 años después, por la condena a muerte con recompensa de tres millones de dólares que emitió contra él el líder supremo de Irán, el ayatolá Jomeini. ¿Cómo se va a quejar don Pablo si en algunas de sus aventuras televisivas ha aceptado encantado dinero del régimen iraní?
Mucho garabatean los ministros podemitas en sus cuentas tuiteras, incluso en pleno ferragosto. Pero por supuesto ninguno se ha acordado de Rushdie, que a sus 77 años recibió quince puñaladas de un joven radical islámico cuando hablaba al norte de Nueva York, en el escenario de un encuentro literario. ¿Han escuchado alguna vez la más mínima crítica de la extrema izquierda española contra la violencia islamista, o contra los ataques de la versión más fanática de ese credo a la libertad de expresión? Jamás. Los jerarcas podemitas incluso pasaron de puntillas sobre la brutal oleada de atentados yihadistas que sufrió Europa. Los tenemos muy ocupados denunciando con gran valentía las tropelías de los terribles «neocones». Aunque ahora mismo hago memoria y no acabo de recordar un atentado en el que un terrorista atacase en nombre de la democracia liberal.
A juicio de la extrema izquierda española, socia de cabecera del PSOE junto a los entrañables Otegui y Junqueras, la libertad de expresión solo debe ser defendida si se trata de los raperos Hasél o Valtònyc insultando con crueldad a las víctimas de ETA, o injuriando a la Familia Real. También hay que apoyarla si se trata de vituperar a la Iglesia Católica, o al cristianismo en general. Eso sí: el más leve choteo con lo musulmán será tachado rápidamente de «islamofobia».
La libertad de expresión es uno de los pilares de nuestras sociedades abiertas, que sin ella simplemente ya no son tales. Pero en lugar de protegerla, desde que comenzó este siglo ha ido retrocediendo en Occidente, por obra de un regresismo que paradójicamente se hace llamar «progresismo». A J. K. Rowling, la madre de Harry Potter, la han despellejado por sostener algo tan cierto como que el sexo biológico existe, que hay mujeres y hombres. La han tachado de «transfóbica» y hasta los jóvenes actores de las películas del mago la han vetado. Tras el atentado contra su colega Rushdie, la novelista inglesa le ha enviado su apoyo y enseguida ha recibido respuesta en Twitter de parte de un firmante de nombre árabe: «No te preocupes. Serás la próxima». Pero aquí el problema es Grease.
El lugar de fomentar y proteger la libertad de expresión, el regresismo la está acorralando en nombre de la corrección política. Quien ose a cuestionar la religión climática, la monserga indigenista, la versión obligatoria sobre la Guerra Civil española, la obsesión transexual o la completa condena de los imperios europeos pasa a ser un paria para la izquierda. Eso sí, sobre Rushdie cosido a puñaladas por los coletazos de la sharía, ni pío. El fervor feminista y LGTBI también se evapora por completo cuando la persecución se produce en Irán o en los sultanatos árabes.
Políticos e intelectuales «comprometidos». Sí: comprometidos con el más perfecto cantamañanismo.