La España camisetera
En el Reino Unido se ha visto durante estos días un respeto institucional que se echa en falta en nuestro país
Las primarias las carga el diablo, porque la militancia de los partidos suele estar más radicalizada que el conjunto de la sociedad. Esa circunstancia hizo posible que el Partido Laborista británico acabase teniendo en su día como líder al marxista pleistocénico Jeremy Corbyn. Ciclista, abstemio y vegetariano, el ya talludito Jeremy había vivido toda su vida de su escaño en Westminster, desde el que capitaneó el «no a la guerra» contra Blair y hasta mantuvo algún coqueteo infame con gente del IRA. Ideológicamente, Corbyn no andaba lejos de los descarriados pagos por los que se mueve la tropa de Podemos. Pero mediaba una diferencia sustancial: su empaque institucional.
Cuando se celebró el 70 aniversario de la victoria británica en la II Guerra Mundial, Corbyn acudió a los oficios religiosos perfectamente enlutado y atildado, of course. Siendo republicano de corazón, también se embutió en el preceptivo frac de pajarita blanca para las cenas de gala en Buckingham. Por supuesto, cada noviembre lucía en su solapa la obligada amapola roja por los caídos en la I Guerra Mundial. Como parlamentario, observaba la buena educación y a veces suavizaba sus intervenciones con el alivio del sentido humor, que en Inglaterra constituye casi una forma obligada de cortesía.
El respeto de la izquierda laborista y el separatismo escocés hacia las instituciones se ha percibido también estos días en los actos en memoria de Isabel II y de ascenso al trono de su hijo Carlos. Nicola Sturgeon, la mandataria escocesa, es tan separatista como Aragonés. De hecho ya está embarcada en la petición de un segundo referéndum de independencia, cuando en 2014 los nacionalistas del SNP habían prometido que aquella consulta zanjaría el debate «para una generación». Pero desde luego no se le pasaría por la cabeza hacer feos a la jefatura del Estado, como intentan ridículamente el inane presidente catalán y la lamentable alcaldesa de Barcelona. Sturgeon ha observado el luto y toda la pompa y circunstancia que rodea a la Corona.
No ha habido tampoco un diputado en toda la cámara que no acudiese a los Comunes el día de la muerte de la Reina con la obligada corbata oscura, incluidos los del SNP. En nuestro Parlamento, en cambio, no faltarían una docena de «diputados y diputadas» dando la nota en su atuendo, soltando proclamas republicanas por los pasillos del Congreso y escribiendo en sus cuentas oficiales tuits antimonárquicos y, por lo tanto, anticonstitucionales. No hay Rufianes, cuperos y bilduetarras en las bancadas de los Comunes. También se acepta con plena naturalidad en el Reino Unido la participación de oficiantes de la Iglesia de Inglaterra en los actos oficiales, mientras aquí se aleja a los clérigos católicos en nombre de un anticlericalismo rancio (baste recordar el penoso acto por las víctimas de la covid organizado por Sánchez en la plaza del Palacio Real entorno a un pebetero new age, prohibiendo cualquier rezo católico, la fe que España llevó a todo el mundo).
España se ha vuelto demasiado camisetera. Y con ese adjetivo me estoy refiriendo a que sufrimos un creciente desprecio a nuestra historia, nuestras instituciones y hasta hacia las normas básicas de educación, que hacen la vida de todos más llevadera.
Nuestro país no es peor que el Reino Unido. Nuestra historia es única y en muchos aspectos los superamos claramente, como por ejemplo en infraestructuras, alegría de vivir y laboriosidad (no así en ciencia y en su capacidad de venderse bien). Sin embargo, ellos nos golean en todo lo que se refiere a respetarse a sí mismos y poner en valor sus tradiciones, que constituyen el pilar de su exitoso poder blando.
La peculiar circunstancia de cargar con una izquierda antipatriótica –y cada vez de querencia más cutre– supone uno de los problemas de España.