Charlatán bajo los árboles
Todo se nos ha ido envolviendo en un odio anacrónico, en un furioso llamamiento a rehacer el pasado; a odiar, pues, en presente
Viví una España desgarrada. Yo era niño. No le deseo a nadie una infancia de vencidos en guerra civil. Pasó. La niñez nadie va a devolvérsela a nadie. Ni envidiaría yo ese tiempo que me es hoy tan extraño. Me atengo a la vida en presente. Y cualquier empecinarse en el retorno al ayer me desazona. No por motivos políticos, desde luego: la política, a estas alturas de la vida, se me aparece como la mayor de las necedades con las que pueda entretener su ocio un humano. O la menos elegante de las maldades.
Mi desazón es, si se quiere, metafísica. Habrá a quienes eso les dé risa. No a mí: cosas que le vienen a uno del oficio. Que le vienen de haber leído en Heráclito cómo todo es irreversible y cómo no hay retorno en el tiempo, porque «nadie puede bañarse dos veces en el mismo río». De haber leído, en Agustín de Hipona, cómo todo cuanto existe es, para el alma, presente: «Presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectativa)». La España desgarrada permanece en la memoria: en la mía, en la de todos. Y ése es su sitio: el de una venerable arqueología. Trocarla en el hoy de un mundo que le es ajeno, exige aceptar ser náufragos de nosotros mismos: zozobrar en el dolor que fuimos. Y envilecer ese dolor: porque envilece siempre el trueque de tragedia por espectáculo.
Todo, cada vez más, se nos ha ido envolviendo en un odio anacrónico, en un furioso llamamiento a rehacer el pasado; a odiar, pues, en presente, a retornar a aquellas dos Españas, ninguna de las cuales ya existe. Pero rehacer el pasado es imposible. También, indeseable. Una áspera verborrea de la exclusión está configurando, en tiempo presente, dualidades que enraízan en tiempos idos. Hemos ido perdiendo todas y cada una de la ocasiones que se nos ofrecieron de archivar en su sitio –el de la Historia– aquellos furibundos años treinta que hoy parecen seguir siendo lo único que define nuestras geografías electorales. Casi un siglo más tarde, y tan ajenos a aquel nudo de leyendas cuanto podamos serlo al relato de una tribu africana, repetimos, seguimos repitiendo. Vivimos en la hipermodernidad material. Y deleitamos nuestras almas con el horrible espectáculo de una España fascinada por la matanza en familia.
Lo que fue, fue. Nadie pretenda rehacerlo: sólo logrará destruirse en el intento. Nada vuelve. Los farsantes simulan ser distintos. Aun en lo que de más común tienen: la mentira, con la cual el presente nos es robado. En esta tarde de otoño, que podría ser tan bella, releo a Luis Cernuda. Y reconozco en él mi desagrado ante los hoscos magos de la tribu: «Esto lo sabe el charlatán bajo los árboles / de las plazas, y su baba argentina, su cascabel sonoro, / silbando entre las hojas, encanta al pueblo / robusto y engañado con maligna elocuencia, / y canciones de sangre acunan su miseria».
Y en la voz del charlatán suena un eco que es heraldo de tiempos muy sombríos.