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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Fascismo

Cuántos de los grandes líderes socialistas de la Transición española vistieron en sus años jóvenes la camisa azul de la Falange

Actualizada 09:17

Antes de ser un insulto, «fascismo» fue una categoría política. Antes de significar todo –esto es, de significar nada–, dijo algo. Odioso. Y preciso. Las palabras tienen eso: las horada el tiempo y pueden, al final, trocarse en cascajo reseco que cruje bajo nuestros pasos. Y que nada nos dice que no sea el eco de nuestras pisadas.

Es un dato que Giorgia Meloni, a los 15 años, fue dirigente juvenil del Movimento Sociale Italiano, fundado por Giorgio Almirante como garante de la herencia mussoliniana. Y es otro dato igual de escueto que la fiammetta tricolor que sirvió de emblema al MSI es la misma que pone símbolo a las Fratelli d'Italia ahora. Y dos preguntas se enredan. Sería conveniente destrenzarlas.

La primera es sencilla. En planteamiento y respuesta. ¿Determina irreversiblemente lo pensado y hecho, en un segmento de su tiempo, por un hombre su completa biografía? De ser así, pocos podrían cargar con su vida a cuestas. He conocido a alguno de los más grandes pensadores del marxismo español que fue en su juventud admirador conspicuo del nazismo alemán; sé –todos sabemos, aunque guardemos silencio– cuántos de los grandes líderes socialistas de la Transición española vistieron en sus años jóvenes la camisa azul de la Falange. Supongo que unos y otros cargarán en su memoria moral con ese peso. Pero nadie está legitimado para negarles un presente como precio de su pasado. Tampoco nadie –menos que nadie ellos– lo está para borrar lo que, por haber sido, no puede ser modificado.

Después, viene la pregunta seria. La no tan fácil de responder. ¿Qué es –o qué fue– el fascismo antes de ser un insulto?

Simplificando mucho, el fascismo fue una de las dos variedades del modernismo político –la otra fue el comunismo– que condujo Europa al borde de la destrucción en el primer tercio del siglo XX. Junto al bolchevismo, acuñó la idea de que el tiempo de la división de poderes había caducado. Y pergeñó un modelo de Estado en el cual el jefe del Estado –Duce o Führer– «crease derecho», por utilizar la formulación clásica de Carl Schmitt.

La variedad italiana resulta modélica: Mussolini es un dirigente del Partido Socialista Italiano que, tras la experiencia de la Gran Guerra, cambia internacionalismo por nacionalismo. Y que recompone su socialismo como un movimiento nacional, anclado sobre mitologías tradicionales. El fascismo, postula entonces Mussolini, consumaría, como Estado popular, la extinción de la lucha de clases propuesta en sus años socialistas: «Ni individuos ni grupos (partidos, asociaciones, sindicatos…) fuera del Estado. El fascismo se opone al socialismo, que inmoviliza el movimiento histórico en el momento de la lucha de clases y que ignora la unidad del Estado que funde las clases en una sola realidad económica y moral». La tesis será recogida literalmente por Hitler en sus conversaciones con Rauschning.

Fascismo como comunismo fueron respuestas fechadas a un derrumbe: el de Europa a inicio del siglo XX. Sus consecuencias, todos las conocemos. Hacer uso hoy de ambas categorías es, en rigor, anacrónico. Pero la sentimentalidad no conoce anacronismos. Y de lo que fue concepto, hace insulto.

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