Mentira
Solo hay dos Españas reales, y no son de azules y rojos, sino de quienes pagan y de quienes cobran, un binomio ya insostenible
El Gobierno no mejora el fracaso escolar, simplemente regala el aprobado. Y tampoco repunta el empleo, se limita a sacar de la estadística a los parados. Todo es ya como el CIS en la España sanchista, que ha descubierto que la apariencia de realidad es mucho más importante que la realidad misma.
Cuando la verdad no le da razón, se limita a cambiar la verdad, para adaptarla a sus resultados y necesidades: se puede presumir del mayor número de cotizantes desde Chindasvinto, aunque casi medio millón de ellos sean parados, ahora rebautizados para que ni trabajen ni quizá cobren, pero no estropeen los bramidos autocomplacientes de Pedro Sánchez y de Yolanda Díaz.
Añadan a los parados sin actividad, el limbo de los ERTE y la creación casi exclusiva de empleo público y la conclusión no puede ser más desasosegante: mientras la economía real se sumerge en un pozo sin fondo de fiscalidad salvaje, ventas escasas, trabajos efímeros y mal pagados; el Gobierno se dedica a maquillar al muerto como los especialistas en adecentar cadáveres en las funerarias.
El número de horas trabajadas en España ha bajado desde que entró en vigor la contrarreforma del Gobierno, lo que destapa la realidad contable del empleo nacional.
Se firman obligatoriamente contratos indefinidos que terminan en despido inmediato; se llama «trabajo» a una ocupación parcial y efímera; se transforma a zombis laborales en empleados activos y se limita toda creación de empleo al ámbito público, a costa de sangrar la economía real, de elevar la deuda y de intentar conformar gremios cautivos.
Kierkegaard decía que hay dos formas de ser engañado: una es creer lo que no es verdad y la otra, que está de moda en España, es negarse a creer lo que sí es verdad.
Los bulos de Sánchez, que es un fabricante de noticias tan falsas como su currículum académico, han logrado instalar la idea de que, por mucho que arrecie la tormenta, el barco surca bien las olas y enfila a salvo el rumbo a tierra, con él de capitán.
Luego descubrirán los ingenuos, y los vividores, que era Schettino, el del Costa Concordia; o Smith, el del Titanic; o Mangouras, el del Prestige; y que durante todo este tiempo se ha dedicado a estrellar la nave y a rescatar el iceberg, para saltar él al único bote disponible y ponerse a salvo con los suyos, rodeado de chapapote.
Lo cierto es que el Índice de Miseria ha subido un 41 %; la presión fiscal española es la tercera que más ha crecido en todo el mundo en una década; los sueldos públicos son un 58 % superiores a los privados en puestos de similar categoría; cada trabajador mantiene a un pensionista, a un subsidiado o a un funcionario; 4.5 millones viven en situación de pobreza extrema y otros 12 millones en riesgo de caer en ella y la renta familiar española ha caído en seis puntos, el triple que en los países avanzados.
Todos son datos oficiales, que cualquiera puede consultar y comparar con el entorno, pero están sepultados por un relato de ficción paralelo que el Gobierno lanza y sus aliados, en cualquier ámbito, cacarean con ignorancia, partidismo y mala fe.
Al empobrecimiento le ocurre como a la inflación: es un drama para los ciudadanos, pero una bicoca para los Gobiernos. Con la primera consigue implantar la dependencia y el asistencialismo. Y con la segunda, obtiene los recursos extra para financiarlos temporalmente.
Pero los sobreprecios pasarán, el Estado perderá los «beneficios caídos del cielo» que este año superarán los 32.000 millones y, cuando ahueque Sánchez y España pierda el desfibrilador financiero que le ha puesto Bruselas, nos encontraremos con un paisaje lunar.
Una economía destruida y una sociedad maleducada, conformada por las dos Españas reales que sí existen: la que paga y la que cobra. Y ese binomio es insostenible, por mucho que Sánchez y su orquesta toquen el violín mientras el barco se va a pique.