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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Dos frescos en la corte

Sobre una falsa e interesada premisa, han construido Harry y su esposa un relato comercialmente imbatible, a 100 millones de dólares la tajada, y con el testimonio de Serena Williams de prueba pericial y con Oprah Winfrey de maestra de ceremonias

Actualizada 01:30

Acabo de devorar un serial de seis capítulos protagonizado por Harry Mountbatten-Windsor y Meghan Markle, dos ilustres representantes de la decadencia de Occidente. Él, hijo pequeño del Rey Carlos III, y ella, mediocre actriz americana de telenovelas, representan la nueva generación woke: multirraciales, ecologistas, feministas, seguidores entusiastas del 'Me Too'; aderezados con estilismos de estrellas de Hollywood, en solaz abandono en mansiones muy poco solidarias con las minorías sociales. El ya no tan jovenzuelo hijo de la Princesa Diana ha descubierto, a sus infructíferos 38 años, que los privilegios de los que ha disfrutado desde que nació provienen de una institución «racista y clasista». Le ha costado entender que, a diferencia de él, los muchachos de su edad no viven en palacios, ni gozan de una paga real, ni son protegidos por un cuerpo de guardia, ni como a él la abuela les costeaba su ropa de marca. Ha debido estar muy despistado para no entender que los de su quinta se pagan el alquiler, el fish and chips, el terno de H&M y los viajes low cost.

El pecoso muchacho ha estado más ocupado durante su adolescencia en ir de farra y ligarse modelos que en reparar en que lo único que se pedía de él era cierta serenidad emocional, una elegancia en el trato que trascendiera sus altibajos de carácter y una vocación de servicio, lo mínimo que se despacha en responsabilidad comparada con la de su difunta abuela, pero suficiente para afrontar el papel histórico de la institución en la que nació y de la que ha abjurado cuando ya solo le queda recoger los dividendos mediáticos y económicos que devengan de su traición a la Corona, sorprendentemente robusta a pesar de personajes como él.

Lo más curioso de todo es que no faltaron analistas pretendidamente sesudos que saludaron la llegada de este matrimonio a la Familia Real como la demostración de que hasta una institución basada en la tradición dinástica podía modernizarse con el aire fresco que traía Megan. De nuevo, los tabloides hicieron de la duquesa de Sussex, como antes de su suegra, un icono de belleza, estilo y ruptura de corsés institucionales, una suerte de cruzada por la justicia social y, en versión americana, de cancelación del hombre blanco, heterosexual y religioso. Y, como hizo Diana, su nuera se envolvió en un papel victimista autoproclamando su pureza frente a las conspiraciones palaciegas. Sobre esa falsa e interesada premisa, han construido Harry y su esposa un relato comercialmente imbatible, a 100 millones de dólares la tajada, y con el testimonio de Serena Williams de prueba pericial y con Oprah Winfrey de maestra de ceremonias. Mejoren eso.

Hace ya cuatro meses que murió la añorada abuela de Harry. Ella ya vivió las escaramuzas de su nieto para romper con la familia, y por ello le retiró las prebendas reales. Mas dedicar tu ocioso tiempo a hablar mal de tus ascendientes es una manera bastante curiosa de renunciar a tu linaje. Sobre todo, cuando te presentas como un engranaje de la regeneración de la institución y todas las encuestas te castigan con un rechazo del 50 por ciento de tus compatriotas, contrarios a que asistas el próximo 6 de mayo a la coronación de tu padre como Rey de Inglaterra y proclives a sacarte de la línea de sucesión al Trono.

Ahora la inefable pareja prepara otro par de entrevistitas para la ITV y la CBS, que verán la luz este fin de semana. Con ellas ya tienen cubierta alguna sesión de belleza de la libertadora Markle y varios pares de zapatillas de mil dólares para el estadista Spencer. Esto de los documentales para poner a caer de un burro a alguien (que normalmente te da sopas con ondas) ya lo inventó Mia Farrow, vendiendo su historia como la verdad incontrovertible, y lo único que perseguía era matar civilmente a Woody Allen y llenarse la faldriquera, claro. Pero no lo llamen documentales, por favor. Llámenlo reality, a lo Belén Esteban contra Jesulín, y reserven ese nombre para los míticos programas-siesta de La 2. Pongo por caso: El murmullo de los estorninos o La vida secreta de los escorpiones.

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