El día que vi a Ratzinger
Difícil vivir con mayor elegancia que lo ha hecho el Papa Ratzinger, figura muy lejana de las que nunca se van sin dejar a su paso la devastación
Hace casi diez años, cuando la primavera llamaba a la puerta de la vida, Benedicto XVI partió a Castel Gandolfo y desde allí siguió la llegada como vicario de Cristo de Jorge Bergoglio. Mis jefes me mandaron a la villa donde descansan los Papas, a 25 kilómetros de Roma, para seguir la pista al padre Joseph y tuve la suerte de verlo fugazmente entrar en ese palacete al lado de la iglesia de San Tommaso da Villanova, tesoro de Bernini, que él frecuentaba para rezar. Se marchó del Vaticano después de su inesperada y humilde renuncia para no enturbiar un momento histórico que él mismo había propiciado, seguramente harto de tanto relativismo, porque la hondura de su pensamiento le permitió madrugar y reconocer sus fuerzas humanamente limitadas y la decadencia en la que irremediablemente entraba el mundo, tan líquido como sus ojos acuosos ese 13 de marzo de 2013 cuando dormía la tarde y bajo una visera blanca observaba por televisión la fumata blanca vespertina y la salida de Francisco al balcón de la basílica de San Pedro.
Me contaron que el reloj se paró trece días antes cuando un helicóptero le trasladó a esa villa de descanso de ocho mil habitantes, a la que refresca el lago Albano. Acababa de dejar la cátedra de Pedro para seguramente volver a la esencia de la vida, rezar, pensar, leer, escribir, la más alta cima espiritual del ser humano. Recuerdo que anunció en latín al mundo quizá la noticia más sorprendente de los albores del siglo XXI, por lo que solo una periodista, Giovanna Chirri, que conocía la lengua de Virgilio, reparó en la trascendencia de lo que anunciaba el Papa alemán. Fue casi una venganza de la cultura sobre la frívola preparación del periodismo actual. Sabiéndole detrás de los muros de Castel Gandolfo hablé con los carabinieri que le protegían, instalados en una pequeña oficina a una manzana del palacio papal. Me dijeron que era amable, extremadamente educado, dulce de expresión y que saludaba con simpatía a cuantos trabajaban para hacerle la vida mejor, incluidas las veinte personas que atendían al Papa emérito en su ámbito privado.
Hablé con su heladero, que recordaba sus paseos para tomarse uno de mantecado cuando el calor arreciaba, y con la quiosquera que le servía los periódicos internacionales recién horneados. Allí se refugió para no enturbiar la labor de Francisco, para dejar toda la visibilidad a su sucesor. Estuvo dos largos meses hasta que volvió al convento vaticano Mater Ecclesiae, donde dijo que viviría hasta su muerte. Así ha sido. Allí ha visto cómo el mundo entró en ese declive espiritual que él previó, cómo un virus se llevó por delante millones de vidas, cómo una guerra ha socavado los cimientos del orden mundial, cómo la pobreza que tanto le preocupó sigue azotando a los más débiles y cómo la Iglesia ha afrontado problemas como los abusos con la sinceridad que él siempre marcó durante su Pontificado.
Aquel marzo de 2013, pude ver a Ratzinger, cuyos restos mortales envueltos en una casulla roja y con un rosario de madera en la mano, me han conmovido. Desde aquel día su figura ya por entonces encorvada pero portentosa grabada en mi retina, me ha recordado que todavía hay esperanza contra la vanidad, los egos desatados, la falta de valores, la inconsistencia y el relativismo moral. Difícil vivir con mayor elegancia que lo ha hecho el Papa Ratzinger, figura muy lejana de las que nunca se van sin dejar a su paso la devastación, figuras que le desprecian desde el sectarismo por su liderazgo espiritual no sujeto a la demoscopia humana.