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El carácter españolAmando de Miguel

El carácter español y el amiguismo

El fundamento psicológico de una relación amical es la admiración mutua. Se trata de un sentimiento difícil de mantener por mucho tiempo

Actualizada 04:30

El genérico de la sociedad es una abstracción demasiado ampulosa. En la práctica, se reduce, para cada uno, a un círculo de contadas personas. El máximo de fidelidad se atribuye a los parientes y amigos. El parentesco se adscribe a distintas cohortes de edad y no se elige (fuera de los cónyuges). En cambio, los amigos son, siempre, de elección (muchas veces sin poder asegurar por qué). Suelen ser coetáneos y se consideran iguales. Esas tres condiciones hacen que los lazos de la amistad cuenten mucho para los españoles. Sobre todo, es, así, porque el círculo familiar, aunque aparente unión, desemboca muchas veces en celos y rivalidades. Otra cosa es que se disimulen.

El fundamento psicológico de una relación amical es la admiración mutua. Se trata de un sentimiento difícil de mantener por mucho tiempo. De ahí, el carácter ocasional de muchas amistades.

La base de las relaciones de parentesco es una sensación de seguridad, de pertenencia a un clan. Pueden deteriorarse por la envidia.

Se ha explorado la dicotomía de tener que conceder a una persona algo valioso por los méritos del aspirante o por la previa relación de amistad o de parentesco. Aunque cueste confesarlo, suele vencer la relación primaria (amigos o parientes). Esto es, así, sobre todo, en la política. Y lo ha sido a lo largo de toda la historia contemporánea. Lo que llamamos «corrupción política» es la consecuencia natural de lo dicho. La norma no escrita es: «Al amigo, hasta lo injusto; al enemigo, ni lo justo». El enemigo puede ser el rival, el contrincante, el competidor, etc. El amigo admite menos variaciones.

No se trata de un rasgo, digamos, genético, de un supuesto carácter nacional, troquelado para siempre. Simplemente, el sujeto considera que ser amiguista en sus decisiones trae más ventajas que inconvenientes, por mucho que pueda caer en la injusticia. Si uno concede un favor a un amigo, espera una conducta recíproca. Tal concesión, genera «simpatía», un valor muy apreciado por los españoles. No siempre se produce esa secuencia dentro del círculo familiar, donde los favores se consideran poco menos que obligatorios.

En contra de una opinión muy extendida, las relaciones de amistad no suelen ser para toda la vida. A veces, por profundas que parezcan, son efímeras. En esto, también, se distinguen de las de parentesco, que vienen adscritas a un sujeto y pueden llegar a degenerar en violencia doméstica, con un mínimo de retirar el saludo. De lo que se deriva algo difícil de aceptar: la amistad, por muy generosa que se manifieste, se mueve no, solo, por afecto, sino por intereses. Lo cual, tampoco, es tal malo como parece.

Cabe el sentimiento de culpa al hacer un favor a un amigo, por encima de sus méritos. Pero, se acaba pronto, al conceder a la amistad ese privilegio. Tal secuencia funciona, admirablemente, en los casos de corrupción política, tan frecuentes en la España de todos los tiempos. Es más, la autoridad que no se doblega en caer en corrupciones, sobornos o nepotismos, es vista con desconfianza. Tal es la fuerza social de las obligaciones que marca la ley no escrita del amiguismo.

Las obligaciones derivadas del amiguismo nos parecen tan naturales y legítimas que ni siquiera nos percatamos de su fuerza. Son los observadores de fuera quienes, mejor, las critican. Baste este testimonio del hispanista Gerald Brenan (1954): «Los españoles carecen del sentido de la equidad. Viven conforme a la clientela o la tribu, que impone el deber de favorecer a los amigos, a costa del Estado, y de criticar a los adversarios». No hay razones para suponer que ese amiguismo haya menguado en las últimas generaciones. No hace mucho, hemos oído asegurar a la ministra de Cultura que «el dinero público no es de nadie». Está todo dicho.

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