Profanación de la universidad
Nietzsche asignó tres tareas a la educación: aprender a ver, aprender a pensar y aprender a leer y a escribir. No es poca cosa. Para ello, es preciso primero aprender a callar y a escuchar
Cuando la barbarie se desata, carece de límites. Incluso exhibe su preferencia por anegar los ámbitos dedicados a la excelencia. El objetivo es la devastación de lo más elevado. La universidad se convierte entonces en objetivo preferente. Una de las manifestaciones de la barbarie es el politicismo integral, la politización de la vida. Consiste en hacer de la política el eje de la vida humana y en contemplarlo todo a la manera política.
La politización de la universidad es un grave mal, pero aún peor es la invasión de las más ínfimas formas de la política: la violencia y el insulto. El último asalto de los bárbaros a la universidad se ha producido en la Complutense. Quizá ya haya habido otro. El «discurso» de la alumna premiada excusa cualquier comentario.
Nietzsche decía que «la plebe vuelve siempre» y habló de «los plebeyos llegados a la cumbre». En algunos lugares llevan tiempo gobernando. El volumen de sus gritos mide con exacta precisión la degradación de sus inteligencias. Cuenta Borges que discutían con vehemencia dos aristócratas ingleses. En un momento, uno de ellos le propinó una bofetada al otro, a lo que el agredido respondió: «Eso es una digresión; espero su argumento».
No se trata, ciertamente, de toda la universidad; es sólo una parte, siempre demasiado numerosa, no auténticamente universitaria, pero el mal es contagioso y se propaga vertiginosamente. Han sido los falsos maestros los que la han prostituido. Y han tenido aplicados discípulos. No creo que la principal misión de la universidad sea cambiar el mundo, pero si ha de hacerlo tendrá que ser a la manera universitaria, mediante el estudio y la inteligencia. La sabiduría y la reflexión mejoran el mundo. La ideología, la mala educación y la violencia lo destruyen.
No me cansa repetirlo. En mayo de 1976, durante el homenaje que le tributó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, pronunció el historiador Sánchez-Albornoz estas palabras: «Vais a decir que soy un reaccionario, pero para mí la universidad es sagrada. Gritad lo que queráis, alborotad, defended vuestros intereses, pero fuera de la universidad; la universidad es un templo». Y en Mi testamento histórico político insiste: «En la calle todos debemos y podemos defender y predicar nuestras ideas. Hay dos recintos que rechazan por su misma naturaleza las gestas políticas: los templos elevados en honra del Altísimo y las universidades, y si las universidades dejan de ser lugares de estudio y meditación para mudarse, prostituyéndose, en ágoras de acción revolucionaria, como está sucediendo, no vacilo en profetizar la crisis total, irremediable, de la cultura occidental». En definitiva, la barbarie. La profecía parece cumplirse y acechan las ruinas del «jardín devastado» de la cultura superior. De manera muy diferente, Max Weber había defendido la necesidad de separar la política de la ciencia y, por tanto, de la universidad. En dos conferencias, traducidas al español bajo el título El político y el científico, distinguía entre la ciencia como vocación y la política como profesión. Es cierto que no comparto el fundamento de su posición: el relativismo axiológico, la pretensión de que no cabe un conocimiento objetivo de los valores. Pero su crítica de la politización sí me parece pertinente. La conclusión de Weber es que el científico no puede valorar su objeto sino sólo analizarlo y describirlo. La acción política no tiene lugar en la universidad. La reflexión sobre la política, por supuesto, sí.
Nietzsche asignó tres tareas a la educación: aprender a ver, aprender a pensar y aprender a leer y a escribir. No es poca cosa. Para ello, es preciso primero aprender a callar y a escuchar. En la universidad hay que escuchar y leer mucho, hablar poco y gritar e insultar, nada. Si la universidad es un templo, es hoy un templo profanado.