Los de siempre
He sido amigo de muchos homosexuales admirables, cultos, educados y rebosados de señorío. No conozco a ningún gay
He leído la estupenda entrevista de Luis Alemany al escritor y académico montañés Álvaro Pombo, publicada en El Mundo. Años llevo sin saludarlo, y su aspecto ha experimentado un acusado deterioro, pero lo que bulle en su cabeza no admite la cobardía. Álvaro Pombo es de Santander y acaba de publicar un libro con su tío falangista Álvaro Pombo Ibarra, asesinado en la Guerra Civil, de protagonista, idealista y airoso. Pombo no tiene miedo a su verdad, y afirma que la mayoría de los poetas «somos totalitarios y de derechas». Eleva a los altares a Lorca y no desdeña a Alberti, pero lo encuadra en un plano mucho más bajo. Pombo es libre y le concede una importancia fundamental en su vida a su condición de homosexual. Pero de los de siempre. El gay le horroriza. «Ser homosexual es lo más firme en mi vida, pero lo LGTB me pone de los nervios». Como a Luis Escobar, Luis Antonio de Villena, o el gran decorador portugués afincado en España Duarte Pinto Coelho, que creaba una maravilla de un pedazo de tierra seca. Le peguntaron a Luis Escobar, marqués de Las Marismas del Guadalquivir de verdad, y de Leguineche en la ficción de La Escopeta Nacional de Luis Berlanga, si tenía pensado participar en la ridícula semana del Orgullo Gay que se celebra en Madrid. –¡No, por Dios, qué atrocidad. ¿Cómo puede usted figurarme tan vulgar? Yo soy un marica de los de siempre, de los de toda la vida–. Como Rafael Neville, hijo de Edgar, culón y bamboleante, que así pasaba bajo un andamio en el que trabajaban unos albañiles, y uno de ellos le gritó con ánimo de insulto: –¡Adiós, maricón!–. Rafaelito, lejos de amilanarse, se volvió hacia el albañil y le devolvió el saludo: –¡Adiós, arquitecto!–. Ya he narrado el sucedido de Luis Escobar en el restaurante «Club 31» de Madrid, culminado en mi presencia y la de Antonio Mingote. Se sentaron en la mesa inmediata a la nuestra, un señor con muy buena pinta y un chico joven y bien vestido. En esas, entró en el restaurante Luis Escobar, y se acercó a nuestra mesa. –¿Me invitáis a una copa mientras llega mi paganini?–. Y al pasar junto a la mesa del señor y del joven, el mayor se incorporó. Se conocían. – Hola, Luis–, –Hola, hombre, ¿Qué tal estás? – Muy bien, gracias. –¿Me permites que te presente a mi sobrino Ignacio?– Y el gran Luis Escobar le respondió: –No hace falta que me lo presentes, porque fue mi sobrino Ignacio la semana pasada–.
Se cuenta el encuentro de Estrellita Castro con Jacinto Benavente. Don Jacinto dedicó a su arte coplero un rosario de elogios. Y ella, emocionada, rompió en sollozos. –Gracias, don Jacinto, muchas gracias, no me salen las palabras, porque yo a usted le admiro profundamente, porque es igual que mi hijo, la persona que yo más quiero en este mundo– . Y don Jacinto le preguntó: –¿Su hijo es escritor?–; –no, don Jacinto, es maricón–. Hay clases y clases, matices y matices. Un homosexual de los de siempre, «de los de toda la vida», nada tiene que ver con un gay pedorro de los que tanto abundan en el colectivo LGTB y lo que sigue, que ya no me acuerdo, porque es muy largo. Tan largo como la relación de los 17 sexos que se han sacado de la manga las churris podemitas del ministerio que alivia las condenas a los violadores, pedófilos, maltratadores y proxenetas.
La homosexualidad se llevaba antaño con la misma naturalidad e indiferencia que la heterosexualidad. Se trataba de un impulso individual y soberano que no precisaba de la exhibición pública. He sido amigo de muchos homosexuales admirables, cultos, educados y rebosados de señorío. No conozco a ningún gay. Y ahora, a leer a don Álvaro Pombo, maestro indiscutible de la narración en el idioma más bello del mundo.