Contra el «consentimiento»
«Consiente» un superior por benevolencia. O un inferior por miedo. El «consentimiento» implica correlación de fuerzas desigual: es la aceptación del esclavo
Todo está ella dispuesta a negociar con el doctor Sánchez sobre lo del 'sí es sí': eso anunció la intrépida ministra de Igualdad. Todo menos el «consentimiento», que cifraría el canon intangible de lo que a sí mismo se proclama «nuevo feminismo». Y es eso lo que resulta extraño, a poco que uno repase las abominadas legislaciones precedentes. Que son, sin excepción, igual de unánimes en el recurso al «consentimiento» como validación del encuentro sexual entre adultos. Todas conceden a ese vocablo la exigida univocidad que se precisa para asentar algo tan grave como una seguridad jurídica… Y, sin embargo, ¿se ha tomado alguien la elemental cautela léxica de echar mano al diccionario y anotar lo que «consentir» significa? ¿Y, ya de paso, apercibirse de lo que connota de no precisamente amable ni elegante?
El Diccionario de la Real Academia Española da, para «consentir», siete significados. Rastreemos si alguno de ellos sirve al unánime propósito de los legisladores: 1) «Permitir algo o condescender en que se haga». 2) «Mimar a los hijos, ser muy indulgente con los niños o con los inferiores». 3) «Creer o tener algo por cierto». 4) «Otorgar, obligarse». 5) «Acatar una resolución judicial o administrativa sin interponer contra ella los recursos disponibles». 6) «Dicho de una cosa: soportar, tolerar algo, resistirlo». 7. «Dicho de una cosa: resentirse, desencajarse, principiar a romperse».
En suma: en diversas variedades, «consentir» es sinónimo de someterse o tolerar, bajo condiciones de mayor o menor condescendencia, a alguien con autoridad o fuerza más alta. Habrá a quienes eso les parezca estupendo. Allá ellos (o, sobre todo, ellas). Pero fingirle un sentido radical, revolucionario, o sencillamente emancipatorio a ese tímido eufemismo de «sumisión» indulgente que es el «consentimiento», resulta una triste tomadura de pelo.
Si alguien es tan animal como para plantearle a otro alguien que «consienta» a sus demandas sexuales –esto es, que las «acate»–, ese alguien se habrá ganado a pulso la patada en salva sea la parte que merece su zafiedad. No se «consiente» una baza en una partida de cartas, ni una carambola en un juego de billar, ni un lance en los dados, ni una casilla sobre el tablero de ajedrez. Se acuerda una partida. Libremente. Y se juega conforme a las reglas que rigen el juego elegido. Y, si un contendiente se empeña en mover una torre en diagonal, el otro se levanta y vuelca el tablero. Dos jugadores –sea cual sea su sexo– pactan jugar como iguales, ateniéndose a las reglas que el juego elegido –no ellos– define y que en nada pueden los contendientes alterar sin abandonar la partida. Es la condición inviolable del juego sexual entre adultos, como de cualquier otro juego. Entre adultos: parece que no es el caso.
Consiente, en suma, quien no puede ya otra cosa: el (o la) que ha sido ya sometido (o sometida). No se «consienten» sujetos jurídicamente iguales: se conciertan. «Consiente» un superior por benevolencia. O un inferior por miedo. El «consentimiento» implica correlación de fuerzas desigual: es la aceptación del esclavo. Y no sé si es estupor o si es vergüenza ajena lo que más hiere en la apología político-legal de un tan bárbaro anacronismo. Frente al paterno-filial «consentimiento», una sociedad de ciudadanos adultos y libres sólo puede admitir una norma sexual: el pacto que acuerdan sujetos normativamente iguales y legalmente capacitados para establecerlo.
¿«Consentimiento»? Turbia palabrería, apenas máscara de una esclavitud benévola. Como norma penal, no es mala; es pésima.