El naufragio
«Señor duque, con todos los respetos, en los naufragios desaparecen las clases sociales»
Ayer mencionaba en mi artículo a mi gran amigo Juan Guerrero-Burgos. Hoy he recibido su permiso para escribir la pequeña historia del naufragio de su padre, Antonio Guerrero-Burgos, ilustre abogado y fundador del Club Siglo XXI, hoy en manos de las Segrelles. Don Antonio era impulsivo y no escondía sus sentimientos ni sus animadversiones. Organizaba las conferencias en su club, y posteriormente, durante la cena, ejercía de moderador inmoderado en las tertulias. Abominaba de Emilio Romero, el cáustico periodista, director del diario Pueblo. Tanto le incomodaba Emilio, que al llegarle el turno de intervención, Guerrero-Burgos le lanzaba desde su silla presidencial pedazos de pan. Con corteza. Romero, que parecía frágil, procedía a protagonizar escorzos muelles para esquivar los proyectiles del presidente del Club. Era un hombre apasionado y nada titubeante, y excepto con Emilio Romero, cordial y educado. Se casó en segundas nupcias con la duquesa de Cardona, fruto del segundo matrimonio del duque de Medinaceli, el aventurero y cazador.
Un día le dio por comprar un barco. Un barco de fibra, italiano, que en opinión de su hijo Juan, carecía de todas las condiciones para la navegación. Barco de segunda mano, sólo –con acento– apto para permanecer a flote amarrado en el Guadalquivir durante los días de la sevillana Feria. No obstante, los transportó por carretera hasta Alicante, para, desde allí, navegar hasta el norte de Ibiza, Portinaix. El marinero encargado del barco se opuso a la navegación, y embarcaron para tomar parte de la arriesgada singladura, los duques de Cardona y Dativo, el mayordomo del duque. A diez millas de Portinaix, el barco se incendió.
«¡Barco al fondo!», anunció Guerrero-Burgos mientras, a toda prisa, y sorteando llamaradas, rescató de su camarote la cartera en la que llevaba importantes documentos. La duquesa había desaparecido. Noche cerrada.
El barco de los Cardona no llevaba chinchorro ni un bote auxiliar. Sí, en cambio, un pequeño piraucho de goma, más de juguete que de salvamento.
Cuando Guerrero-Burgos lo encontró, el piraucho ya flotaba sobre la mar y estaba ocupado por Dativo, el mayordomo. El duque, que apenas sabía nadar, se lanzó al agua y se agarró al cabo de popa del piraucho ocupado por Dativo. «Dativo, no sé nadar. Láncese al agua, agárrese al cabo y desocupe inmediatamente mi lugar sobre el piraucho». Dativo hizo caso omiso a la orden del duque. Por segunda vez, el duque de Cardona ordenó a Dativo que se adentrara en la procelosa mar y le dejara libre la superficie de su barquita de goma. «Señor duque, con todos los respetos, en los naufragios desaparecen las clases sociales. No tengo intención alguna de dejarle mi sitio». La duquesa seguía sin aparecer, y tanto el duque como Dativo decidieron que se había ahogado.
Nueve horas más tarde, con Dativo a bordo y el duque de Cardona sujetándose al cabo y en el límite sus fuerzas, fueron rescatados por un pescador de calamares. «Considérese despedido, Dativo», fueron sus últimas palabras antes de desvanecerse. Y el batel de pesca los desembarcó en una urbanización playera del norte ibicenco. El duque fue ingresado con alto grado de hipotermia en un hospital, y a Dativo, ya despedido, le recomendaron unas pastillas para moderar el catarro. La duquesa apareció.
La duquesa de Cardona huyó a nado del barco incendiado. Había sido campeona de natación en su juventud y mantenía el poder muscular de sus brazos, sus piernas y la serenidad para alcanzar la costa, de cuya situación y a pesar de la noche y el frío, no se equivocó. El duque, cuando se recuperó en el hospital, llamó a su amigo José María Stampa Braun para interponer una querella criminal contra su mayordomo Dativo por «denegación de auxilio en un naufragio». La duquesa acudió a visitar a su esposo al hospital, y éste, que la daba por fallecida, experimentó un nuevo patatús. Dativo embarcó en el primer avión con destino Madrid y de su existencia nunca más se supo. Y Stampa convenció a Guerrero-Burgos de la inutilidad de presentar una querella criminal contra el ocupante del piraucho ducal.
«Señor duque, con todos los respetos, en los naufragios desaparecen las clases sociales». Antonio Guerrero-Burgos aseguraba que, al finalizar la emisión de esa reveladora y comprensible frase, la remachó con un «y que le den morcilla».
Nada de imaginación literaria. Relato de un hecho real que, al fin, y gracias a Juan Guerrero, he podido escribir sin caer en la deslealtad a la confianza de un amigo.
Como sucedió, lo narro.