Ana Obregón
Si la célebre diva no puede comprarse un bebé porque es un abuso, también lo es cuando lo hacen célebres parejas de gais, aunque nadie lo diga
Se ha causado un notable revuelo con la «maternidad» de Ana Obregón, que a los 68 años ha tenido un hijo por el curioso procedimiento de comprarlo en Miami, donde todo está en venta: se puede ser madre sin poner el óvulo, el vientre, el embarazo, el esperma o el parto si tienes dinero, un gran órgano reproductor.
La polémica tiene el aire de un McGuffin de Hitchcock, esa ceremonia de confusión de la que Sánchez es un artista: cuando necesita que no se hable de las meretrices del Tito Berni, de la cocina de María Jesús Montero, de los pisos de María Gámez o de las vendettas de Marlaska; siempre aparece una trama secundaria para desviar la atención, inútil para aclarar el crimen pero perfecta para despistar al espectador.
El tema de la «gestación subrogada», que como todos los eufemismos desvela ya de entrada un sentimiento de culpa, es significativamente menos importante que el coste de las hipotecas, pero mucho más tentador para llenar horas de debate merluzo a la salud de un Gobierno necesitado de ruido y de confusión.
Las posiciones son, a grandes rasgos, muy contundentes: se defiende porque es un pacto libre entre adultos cuyo desenlace es la feliz creación de una familia basada en el amor o se ataca porque, antes de esa bonita historia, es preceptiva la explotación abusiva de un vientre de alquiler de una mujer indefensa.
Si pensamos en el epílogo, hay pocas dudas: esa paternidad es sincera y ese bebé vivirá querido y protegido con un extra incluso derivado de las dificultades previas de sus progenitores para traerle al mundo.
Pero si nos quedamos en el prólogo, es infumable: no se conoce caso de una mujer que, con plena independencia económica, se dedique a hacer de incubadora de nadie, lo que coloca el debate en sus términos reales: alguien con pasta se aprovecha de la pobreza de alguien sin ella para utilizarle como nodriza, arrancándole de sus brazos, al final del camino, a la criatura que ha crecido en sus entrañas.
No se conoce caso, y si lo hay es simbólico, de madre de alquiler de Washington, con una cuenta corriente generosa y una vocación altruista de ayudar a unos desconocidos a hacer realidad sus sueños, prestándose durante nueve meses a engendrar a una criatura a la que jamás volverá a ver tras el parto.
Los argumentos en contra, al ser previos cronológicamente, parecen pesar pues más que los razonamientos a favor, sin necesidad de incurrir en el exceso de llamar «violencia contra la mujer» a un acuerdo mercantil entre adultos aparentemente libres: dado que la paternidad posterior es real y sentida, no hace falta ofender a nadie para rechazar una práctica que, si se asume, legitima también la venta de órganos, la eutanasia, el aborto, el tráfico de drogas, la pena de muerte o el cambio registral de sexo.
Porque éste es el asunto final que subyace: hemos fomentado una sociedad que confunde los anhelos con los derechos y considera que el deseo de ser o lograr algo es suficiente para tenerlo y alguien ha de garantizarlo.
Querer morir, sentirse mujer siendo hombre, merecer la muerte tras un crimen brutal o aspirar a tener un hijo pueden ser emociones, sentimientos o necesidades reales. Pero no son derechos a regular primero y a atender después desde un Estado que, a fuer de decirse progresista, acaba siendo nihilista.
Seguramente Ana Obregón será una madre ejemplar de un hijo ajeno, pero también lo sería su verdadera madre si tuviera las opciones de criarlo con la mitad del confort que le garantiza la entrañable diva ochentera. No podemos tener todo lo que deseamos, anhelamos o incluso merecemos.
Y esto, que la trompetería progresista no tiene reparo en decir cuando la damnificada es una señora de 68 años, también vale por cierto para las célebres parejas homosexuales que, tirando también de chequera, se compran una probeta humana y vigilan desde la distancia una siembra ajena. Que si lo decimos de Anita, tenemos que decirlo de todos, listos.