El problema fundamental de España
España tiene un grave problema político, pero el problema de España no es político. El cambio de Gobierno no basta. Es necesario, pero no suficiente. La final se juega en otro estadio
Muchos españoles esperamos que este año electoral nos traiga un cambio de gobierno que estimamos imprescindible e inaplazable, pero no debemos esperar de él la solución de los más hondos problemas nacionales. El problema fundamental de España no es político, en realidad nunca suele serlo. La política constituye un orden superficial de la vida social, muchas veces el más visible, el que hace más ruido, pero nunca el más radical y profundo. Lo peor es que además distrae la atención y buscamos en él la clave de lo que nos pasa, pero no se encuentra ahí.
Nada de esto quita un ápice a la gravedad de nuestra situación política. El Gobierno está haciendo mucho de lo que nunca debe hacer uno democrático. La democracia no sólo afecta a la legitimidad de origen, sino también a la de ejercicio. Un gobierno elegido democráticamente puede adoptar decisiones que no lo son. La democracia también consiste en defensa de los derechos, división de poderes, respeto a la crítica de la oposición y mucho más. Votar es condición necesaria, pero no suficiente, de la democracia. En ella, caben decisiones y programas políticos muy diferentes, pero hay otros que quedan excluidos. Ni el Gobierno ni el Parlamento pueden vulnerar derechos, imponer una ideología, una visión de la verdad religiosa, moral, filosófica, histórica o científica a toda la sociedad, no puede excluir a la mitad de la ciudadanía, ni mentir ni robar. Un ejemplo: el aborto. Cabe la penalización, la despenalización parcial, la despenalización total, la tolerancia general. Naturalmente, no afirmo que todo eso dé igual. Pero lo que no cabe es su consideración como un derecho, entre otras cosas, porque vulnera la obligatoria protección jurídica de la vida humana. Considerar el aborto como un derecho no sólo es inmoral e ilegal. Es, también, antidemocrático.
Los políticos están sobrevalorados en lo relativo a su influencia en la sociedad. Aunque lo pretendan no son arquitectos arbitrarios del orden social. A lo más profundo de la vida colectiva nunca llegan plenamente. Tampoco es cierto que constituyan el grupo (la «casta») peor de la sociedad. No es razonable pensar que ciudadanos sabios y justos se dejen gobernar por una legión de ignorantes desvergonzados. Algo falla. Pero, desde luego, tampoco son devotos de las sabias palabras del Rey Salomón, dirigidas a Dios, en el bíblico Libro de los Reyes: «Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal». Lo del corazón dócil no va con los petulantes soberbios, ni aspiran a distinguir entre el bien y el mal quienes se erigen en sus definidores.
Existen, pues, otros problemas nacionales, prepolíticos, como el estado de la vitalidad social, el ambiente de disociación y particularismo (la horrible tragedia del nacionalismo separatista), la hemiplejia moral, la ausencia de un proyecto de vida en común, la falta de minorías ejemplares o su escasez, o la falta de reconocimiento que reciben. Aquí se juega lo que luego llega a la política como enfermedad total. Pero dentro de estos problemas sobresale uno, el fundamental, la causa de las causas: la indigencia intelectual y moral, el declive de la inteligencia y de la virtud. Existen, al menos, cuatro posiciones relevantes ante el bien y el mal. Quienes, católicos o no, optan en favor de la moral clásica de raíz cristiana, que ha sido durante siglos la vigente en Europa. Otros que la repudian en nombre de una moral laica, progresista y, en última instancia, atea. Entre estas dos, pese a sus radicales diferencias, cabe, y es preciso, el diálogo. Al fin y al cabo, las ideas modernas proceden del cristianismo, se hayan vuelto o no locas. Está también la muchedumbre de los indiferentes, a quienes les importa su bienestar y no ninguna disquisición sobre el bien y el mal. Y, por último, los que dispensan la semilla del diablo al optar, deliberadamente o no, por el mal. Ignoro el reparto numérico entre las cuatro opciones, pero intuyo que asistimos a una alianza, de momento triunfante, entre las dos últimas, las peores, la coalición entre los indiferentes y los malos.
España tiene un grave problema político, pero el problema de España no es político. El cambio de Gobierno no basta. Es necesario, pero no suficiente. La final se juega en otro estadio.