Huérfano de la nada
Garzón, por no haber hecho absolutamente nada, ha sido –con mucha diferencia sobre el segundo vago– el mejor ministro del Gobierno de Sánchez
No me atrevo a asegurar quién fue el acuñador de esta sabia observación acerca del señor Stevenson, si Wodehouse, Saki, Nathalie Clifford Barney o ninguno de los tres. «Stevenson no hacía absolutamente nada, pero lo hacía muy bien». Hacer muy bien absolutamente nada está al alcance de muy pocos. Para ello hay que poseer un sentido de la languidez y abatimiento muy desarrollado. Es como asistir al entierro de un perfecto desconocido, seguir los pasos de la inhumación apoyado en el tronco de un árbol, y finalizado el sepelio, recibir de la viuda del finado incógnito un apretado abrazo acompañado de estas palabras: «Gracias por haber querido tanto a mi esposo Bartholomew». Sirva el preámbulo para reconocer públicamente que me siento huérfano de la nada.
He leído en diferentes medios, que después de una breve reflexión –una larga y honda reflexión no entra en su cabeza–, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, ha decidido no presentarse en las próximas elecciones ni por Podemos ni por Sumar Sumando de Yolanda Díaz. Precisa de un merecido descanso. Descansar después de haber descansado durante cuatro años es motivo suficiente para dedicarle unos párrafos admirativos. El ministro de Consumo, después de cuatro años como ministro, cada vez que acudía a su despacho ministerial era detenido por los conserjes del ministerio para que se identificara. «¿A quién desea visitar?»; «soy el señor ministro»; «el DNI, por favor»; «me lo he dejado en casa». Era cuando el conserje se dirigía al agente de seguridad. «Agente Alcoceba, aquí un señor que quiere subir al despacho del señor ministro y dice ser el propio señor ministro, pero viene indocumentado». «Pues avise a su secretaria, a ver si lo reconoce». Y la secretaria bajaba y deshacía el entuerto. «Efectivamente, es el señor ministro». Y superado el trámite, tomaba el ascensor y subía a su despacho.
En su despacho, limpia la mesa de papeles. Muchos aparatos telefónicos pero ningún papel. «¿No hay documentos ni cartas a la espera de mi firma?», preguntaba a la secretaria. «No hay nada de nada, señor ministro»; «en tal caso, avise al secretario de Estado, al subsecretario y a usted misma, y nos montamos una timba de Monopoly, y si el secretario de Estado lo prefiere, una partidita de parchís». Dado que el señor ministro llegaba a su despacho a las 11.30 de la mañana –cuando no se quedaba en casa por culpa de una jaqueca–, sólo había tiempo para una partida, pero muy intensa, siempre emocionante, y en algunas ocasiones, ácida en gestos y palabras.
Un ministro que no hace nada es, por definición, un gran ministro.
El período más próspero de Bélgica en el siglo XXI fue el de sus tres años sin Gobierno. En lugar de los políticos, gestionaron a esa extraña nación sus funcionarios, y lo hicieron divinamente. Otros ministros de Sánchez han trabajado, pero su gestión ha sido una birria. Marlaska, la choni de Hacienda que aplaude como la tonta de la boda cuando los novios parten la tarta nupcial, las obsesas sexuales de Irene Montero, la Belarra, la Calviño, el independentista de Universidades, Iceta… Y entre todos, gracias a su trabajo, nos han llevado a la ruina, el desprestigio y el cachondeo universal, con Sánchez a la cabeza, claro está. Y un ministro que no ha pegado con un palo al agua, y que es más tonto que el atún que se libera del anzuelo para volver a picar en el mismo anzuelo, nos anuncia, de golpe y porrazo, sin darnos tiempo a asumir la noticia, que no se presenta a las elecciones con la finalidad de relanzar su partido político, el PCE, que se mueve por suelos enfangados. Como ciudadano y contribuyente me siento insultado. Porque Garzón, por no haber hecho absolutamente nada, ha sido –con mucha diferencia sobre el segundo vago– el mejor ministro del Gobierno de Sánchez.
Y me permito agradecerle en público su absoluta inutilidad.
Siempre se van los mejores.