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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Personas como tú y yo durmiendo en cartones

Desconcierta la angustia por el clima, o el mimo extremo con los perros, frente a la indiferencia ante las penalidades de nuestros congéneres sin un techo

Actualizada 12:24

No solo los pájaros vuelan largas distancias buscando el clima adecuado para cada estación. Todas las primaveras aterrizan en el corazón VIP de Londres bandadas de árabes ricos, que huyen del calor abrasivo de sus sultanatos. Su Meca londinense es Knightsbridge, el barrio prohibitivo donde se ubican los grandes almacenes Harrods. Y también la mayor iglesia católica de Londres, el imponente Brompton Oratory del cardenal Newman, a cuya extraordinaria paz dedicó Nick Cave una hermosa canción.

Los plutócratas árabes han ido haciéndose con Knightsbridge y dándole mordiscos a su solera inglesa. Donde antaño había algún pub con sabor puede haber hoy una pastelería barroca, con pipas de agua incluidas en las mesas de la terraza. Los hombres de las ciudades de cristal del desierto se pasean ataviados de manera ostentosa hasta lindar con lo hortera, con ropa salpicada de llamativas etiquetas de marcas carísimas. A veces sus mujeres caminan dos pasos por detrás de esos carteles andantes, enterradas en las negruras de un niqab medieval que solo deja ver sus ojos.

Cuando cae la noche cambia el ambiente. Los chicos millonarios aparcan su cochazos deportivos de colores chillones montándolos sobre las aceras. A veces hacen pasadas exhibicionistas por Brompton Road, con los escapes de sus máquinas de híper lujo pedorreando estruendosamente. Mientras sucede todo ese alarde de riqueza histriónica, de bastante mal gusto, los vagabundos comienzan a tomar posiciones para dormir en los huecos de tiendas de grandes marcas y en los portales. Los homeless ingleses nunca están solos. Los acompaña siempre su perro, con el que comparten apariencia fatigada y con el que a veces mantienen sus únicas conversaciones del día. Los árabes millonarios transitan divirtiéndose, mientras los olvidados se recuestan en sus cartones, u observan a los extranjeros con ojos ausentes, con la última lata de cerveza del día en sus manos enrojecidas y ásperas. Aquello es como la Sybil, o las dos naciones, la novela que escribiera el premier Benjamin Disraeli a modo de denuncia de los abismos sociales, de los dos países que ni se miran ni se conocen viviendo en uno. Los mendigos resultan entes invisibles para los árabes que han tomado Knightsbridge. La pobreza total convive en esas calles con el consumismo más despendolado, en un contraste desasosegante.

En Madrid, por desgracia, comienza a pasar lo mismo. Cada día, cuando bajo a trabajar a la mañana, veo a cuatro personas sin hogar todavía dormitando, siempre en los mismos lugares. Hay un africano en Alonso Martínez arrebujado en algo que parece un saco de dormir destrozado. Luego aparece una anciana de abrigo amarillo en Sagasta, con su bolsa con todas sus posesiones a su lado, que intenta sobrellevar su situación con dignidad preguntándote siempre cuando pasas si la invitas a un café. Más tarde me encuentro con un hombre del que solo conozco los pies, porque duerme metido por completo en una caja de cartón. Por último, llegando ya a la puerta del trabajo, aparece un grupo de tres vagabundos que forman una especie de campamento. A veces leen en un banco el periódico gratuito que reparten en el metro a primera hora de la mañana. Y si el día es bueno y el primer sol sonríe, hasta te haces la ilusión de que en su vida también hay ratos agradables.

Toda esa gente duerme en la calle, en cajas de cartón, como mercancías, sin que los peatones que pasamos les hagamos ni caso. Incluso cada vez les damos menos limosnas, porque el pago en efectivo nos ha dejado sin dinero en metálico. Mientras tanto, hombres y mujeres pasean a perritos atildadísimos, algunos hasta con chalequito si aprieta el frío matinal, y recogen encantados con un guante de plástico los excrementos. Otros ciudadanos viven angustiados por la histeria climática, o hacen gala de un gran celo reivindicativo sobre las causas de ciertas minorías, objeto de hipérboles ideológicas. Pero mientras tanto castigan con una indiferencia total a sus semejantes que no tienen un techo y naufragan por la ciudad.

A mi también me gustan los perros, que hacen mucha compañía y son unos benditos, y que el planeta esté limpio y verde, y que se respeten los derechos de las minorías. Pero…

Es una vergüenza que en ciudades opulentas del primer mundo tengamos a todas esas personas, cada vez más, tiradas en las calles. Ya sé que hay organizaciones que las ayudan, y programas sociales de las administraciones, y también conozco la excusa habitual para descargar nuestras conciencias: «Muchos son alcohólicos y enfermos mentales que prefieren estar así y rechazan la ayuda».

Y crees que entiendes todas esas réplicas. Pero cuando los ves por las mañanas ya no entiendes nada. Espero que los nuevos gobiernos de la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid se tomen en serio este problema. No hay derecho a que esas personas vivan así y no hay nada más cristiano que socorrerlas. Aunque sea una causa que tiene menos glamour que enrolarse en una onegé a «cooperar» en el otro confín del mundo y hacerse selfies de «qué solidario soy» para subirlas a Instagram.

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