Los seguidores de Sánchez
A todo líder de fábula le acompañan unos fans fabulosos, y con Sánchez esto se ha disparado
Ha sido curioso constatar la espléndida sintonía entre la actitud de Pedro Sánchez tras perder las Elecciones Generales y la de sus seguidores, al menos los más cafeteros, que se ubican en tres reacciones, no excluyentes entre ellas y todas marcadas, como la de su líder, por una arrogancia ilimitada.
Están los que les da igual lo que haya hecho o lo que vaya a hacer, que viven la militancia en términos futbolísticos, sentimentales y epidérmicos y consideran, por alguna extraña razón, que ser del PSOE forma parte de su identidad: podrán cambiar de sexo, de pareja o de nacionalidad; pero su ser más inmutable se construye a partir de una filiación fisiológica. Se es socialista como se tiene un bazo o pelo en la nariz.
Y lo defienden con uñas y dientes, sintiendo y visualizando una especie de combate entre el bien y el mal que ayuda a entender mejor el odio extendido en aquella infausta España de los años 30 coronada por un fratricidio que aún hoy perpetrarían muchos de ellos, convencidos de que el rival es un enemigo y de que el fin, tan noble fin, justifica los medios, tan violentos medios.
Las redes sociales, que son versión minoritaria y deformada de la realidad pero cobijan a seres humanos de carne, hueso y caspa, son el escaparate predilecto de esta fauna de instintos asesinos que, al calor de la derrota dulce de Sánchez, se mueve al ritmo del ajuste de cuentas.
También irrumpen los interesados, cínicos pasivos que no sienten especial calor por nada pero quieren calentar su estómago y proceden con el voto con el espíritu de un pequeño mafioso: no es nada personal, solo negocios. A este segmento cuesta más ubicarlo, por su natural tendencia a la acción puntual y al camuflaje, pero el laboratorio de Sánchez supo reconocerla y atenderla con toda esa catatara de acciones clientelares, unas estructurales y otras pasajeras, que los expertos en la ciencia electoral prescriben para los líderes a los que sirven.
Y queda finalmente el voto presuntamente racional, que intenta explicar con argumentos a su juicio empíricos las razones de su posicionamiento y las mentiras, errores o inexactitudes de quienes no los comparten. Ésta es la parte más interesante del sanchismo, pues al fin y al cabo las otras dos responden a instintos animales o intereses personales difíciles de refutar, aunque deriven en la paradoja democrática, dolorosa pero inevitable, que entrega decisiones relevantes a personas ajenas luego a los desperfectos que generan.
Casi todos ellos se caracterizan por intentar documentar sus posiciones, por contraponer una contradicción ajena a otra cometida por su líder, por equiparar errores o pecadillos del presente con otros similares del pasado y, en fin, por justificar de manera aparentemente reflexiva cada decisión, acuerdo o abuso de Sánchez por la maldad intrínseca de su alternativa y la bondad profunda de su abanderado.
De las tres especies, ésta es la más peligrosa, porque niega los hechos y los envuelve en una apariencia de legitimidad que, al final, legitima todos los excesos por graves e insoportables que sean. Son los que perdonan a Bildu negando que venga de ETA y su primer objetivo, antes de la independencia, sea la impunidad de los terroristas, ya en marcha y a buen ritmo.
Los que consideran que deberle el cargo a un prófugo, un etarra y un golpista compone en realidad una «mayoría social» completada por una comunista perfumada. Los que llaman «progreso» o «escudo social» a haber endeudado a España en otros casi 400.000 millones de euros. Los que llaman «diálogo» a la «extorsión» y consideran que un león puede comer verdura y pasear suelto por el parque si su cuidador le enseña. Y los que, en fin, cuando Sánchez atropella a una anciana en un paso de cebra, se preguntan qué demonios habrá hecho mal la dichosa vieja.