El que quiera traductor que se lo pague
Con la aceptación de las lenguas cooficiales en el Congreso no se está empatizando con los nacionalismos periféricos. Se está queriendo acentuar la idea de que Madrid es la capital de un país extranjero
Aunque lo podíamos intuir, tres semanas después de las elecciones nadie duda de que lo peor del 23-J fue hacer protagonista a Carles Puigdemont. Cuando muchos lo veían como un personaje folclórico, un friki de octava página de los periódicos, la famosa aritmética parlamentaria y la debilidad de un presidente voluble le han dado el voto de calidad en este país que aún llamamos España. Su pulgar será el que marque, votación a votación, cómo de lejos llega esta legislatura.
Las votaciones para la Mesa y la investidura son estancas. Por eso las primeras cesiones de Sánchez –«desjudicializar el conflicto», un clásico, promover comisiones de investigación y normalizar el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso– no anticipan nada bueno.
Al lado de una ley de amnistía, este último deseo puede parecer un detalle exótico, casi menor, pero es mucho más relevante de lo que parece. Cuando Jordi Pujol exponía su plan para hacerse mayor en una Cataluña independiente, siempre decía lo mismo: ¿qué es lo primero que notas cuando llegas a un país extranjero? Pues que hablan en otro idioma y que los policías visten de manera diferente. Con la aceptación de las lenguas cooficiales en el Congreso no se está haciendo un ejercicio de integración o de solidaridad con los nacionalismos periféricos. Es algo mucho más profundo: se está queriendo acentuar la idea de que Madrid es la capital de un país extranjero.
El argumento para que vayamos a un parlamento con auriculares, en palabras de Rufián y el pelotón ‘progresista’, es que las lenguas cooficiales están reconocidas en la Constitución. Y es verdad, aparecen en la misma Constitución que quieren voltear con amnistías y referéndums sin tener la mayoría necesaria para ello. Pero esta es la España que nos hemos dado en las urnas: un Congreso lleno de diputados que son constitucionalistas de día y sediciosos de noche.
El segundo argumento que nos darán, cuando la logística obligue a contratar traductores, es que no supone tanto dinero y que cualquier desembolso es bienvenido para poner fin a una «anomalía histórica». Es la teoría del chocolate del loro, que tacita a tacita tiene a media España trabajando para la otra media. Por eso, con esto de los pinganillos convendría aplicar la misma doctrina por la que nos quieren poner peajes en las autovías: «quien usa paga». El bilingüismo no consiste en llenar el parlamento de aparatitos, sino en ser capaz de entender al que tienes delante sin necesidad de ellos.
Así que, quien quiera traductor que se lo pague.