Lecciones de un muelle
Es evidente que en este país se ha ido perdiendo la valiente y sacrificada ambición de ir a más que distinguió a los españoles del siglo XX
Quién ande estos días zascandileando por La Coruña ha de acercarse al muelle de trasatlánticos y admirar el soberbio espectáculo de los diez grandes veleros de la Tall Ships Races allí atracados, que muestran sus mástiles orgullosos al cristal de las galerías de La Marina.
Pero en idéntico lugar, hace 66 años, se tomó la que probablemente sea la fotografía más emblemática de la emigración española, obra de Manuel Ferrol. Es tan conocida que en 2021 la hija del fotógrafo, fallecido en 2003, le entregó una copia al Papa en una audiencia en el Vaticano. Francisco, descendiente de emigrantes, se conmovió, como cualquiera, porque la imagen es muy emotiva: un hombretón hecho y derecho, vestido con traje de paño, jersey y corbata, llora desconsoladamente en medio de la gente mientras sostiene bajo su brazo la cabeza de un chiquillo de cinco años, su hijo, también desolado. Con el tiempo se ha ido reconstruyendo la historia de aquella foto en blanco y negro, que ha dado la vuelta al mundo y seguro que han visto alguna vez.
Manuel Ferrol, que había nacido en un faro de la Costa de la Muerte por ser su padre farero, se trasladó a La Coruña y se hizo fotógrafo social. Pero albergaba una veta secreta de reportero, que le permitió acabar trabajando para TVE y el NODO, con acceso hasta la cocina durante las visitas estivales de Franco. Lo entrevisté cuando yo empezaba en esto y resultó un señor muy pulcro y amable, calvo y de bigotito, con perfecta paciencia para con el gacetillero novato. Por su puesto hablamos del día que inesperadamente marcaría su vida: el 27 de noviembre de 1957.
A diferencia de lo que hoy ocurre con muchos de los que aquí llegan, la enorme emigración española del siglo XX estaba bastante regulada. Incluso existía un Instituto Español de Emigración, creado en 1956. Aunque la magnífica foto de Manuel Ferrol ha sido capitalizada por la izquierda, fueron la citada institución y la Comisión Católica de Emigración las que encargaron al fotógrafo su reportaje. Así que en una mañana fresca del noviembre coruñés, Ferrol se va al puerto con su Rolleiflex y se pasará allí varias horas. Tiene una buena idea: esconder la cámara bajo su gabardina, para sorprender en plena espontaneidad a la gente que va a retratar. El precio es que algunas fotos le salen movidas, pero a cambio obtiene máxima expresividad.
En realidad, el padre y el niño que lloran no emigraron aquel día (aunque el adulto si se marcharía más tarde a trabajar en Suiza). El hombre era un marinero de Finisterre, llamado Miguel Ángel Calo, fallecido en 2006 en su pueblo. Está destrozado porque en el instante que capta la cámara de Ferrol está viendo embarcar en el buque de pasaje bilbaíno «Juan de Garay» a sus padres, su hermana y varios primos, que navegarán a Buenos Aires en busca de una vida mejor, de otras oportunidades.
El «Juan de Garay», botado en 1928 con el nombre de «Orinoco», había tenido un pasado azaroso. Durante la II Guerra Mundial, el barco fue rebautizado como «Puebla» y dedicado a transportar por el Pacífico a marines estadounidenses. En su ruta a América hacía escala en La Coruña, Vigo, Lisboa y Cádiz. Los pasajes al sueño americano costaban 8.000 pesetas. Los camarotes eran de tercera y sin baño, y los había de dos, cuatros, seis y ocho catres.
En el reportaje del estupendo Manuel Ferrol se ven más cosas. La misa de despedida que se ofició para los emigrantes y su piedad. Algunas gaitas tocando y algunas sonrisas animosas de «malo será…». Las personas de las aldeas que se van a hacer las Américas se han engalanado con las mejores/pobres galas que poseen. Maletas de cartón y baúles baqueteados, atados con unos cabos bastos, apilan en su interior el resumen parco de sus vidas. Pero pensándolo un instante, lo que más llama la atención es la valentía y esperanza de aquellas personas, que por propia iniciativa salían de la Galicia profunda para buscarse la vida en el otro confín del mundo, pues no estaban dispuestas en modo alguno a resignarse con lo que tenían; o más bien, con lo que no tenían.
La izquierda presenta la foto icónica de Manuel Ferrol como el retrato de una tragedia. No lo veo así, sino más bien al revés, aunque por supuesto siempre es duro dejar tu tierra. Hoy España está perdiendo a pasos acelerados aquella ambición de ir a más que distinguió a nuestros padres y abuelos, cada uno en su ámbito. Hemos ido creando un país camisetero y resignado a la mediocridad, donde el colchón del Estado te garantiza un bienestar mínimo con el que ir tirando. Los chavales se apalancan en la casa paterna hasta la treintena y ya no tienen ganas ni de sacarse el carnet de conducir. La gran ilusión colectiva en este país es ser funcionario de lo que sea, tener un sueldillo y complicarse poco la vida con «el curro». Más tarde, como lo de tener hijos empieza a resultar una curiosidad antropológica, siempre quedan unos eurillos para las plataformas televisivas, las cañitas, picar algo, incluso un Ryanair de cuando en vez…
Hemos ido armando un país más o menos socialista, donde se va eclipsando la ambición liberal espontánea de antaño, aquel afán que tenían muchos de nuestros ancestros de ser capitanes de sus propias vidas. Se añora la fe y ambición que distinguió a los anónimos sin formación que se embarcaron al «Juan de Garay» rumbo a Argentina. Los ensalzó para siempre la Rolliflex de Manuel Ferrol, ejemplo él mismo del espíritu peleón de aquel tiempo. Nacido en el fin del mundo, en el imponente y ventoso faro de Cabo Villano, fue capaz de convertirse en un inesperado artista de la cámara. Hoy sería funcionario del servicio de fareros del Reino y se prejubilaría en cuanto pudiese.