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José María Carrascal y la soledad

En sociedades como las del norte de Europa, donde la ingeniería social adoctrinó durante años acerca del hombre libre e independiente, la gente se muere sola y triste, sin esperanza de ningún tipo

Actualizada 01:30

La soledad es la plaga de nuestro tiempo, al menos en los países desarrollados. Con semejante circunstancia la vida pierde gran parte de su sentido. Las personas solitarias sufren un desamparo que todo el progreso no ha logrado combatir. Es más, es ese supuesto avance de la modernidad el que ha colocado a millones de personas en una especie de destierro en medio del páramo emocional y afectivo. Le vengo dando vueltas a esta idea desde que el pasado día 3 de noviembre murió mi querido José María Carrascal. Trabajé con él cinco años en Antena 3 Televisión y diez en ABC. Lo conocía lo suficiente como para saber que tenía alma de oro y cuerpo de acero, a pesar de su aparente fragilidad. A su pasión por el periodismo, a su humildad, a su amabilidad, a su bonhomía, a su generosidad… a tantas y tantas virtudes, les debo un agradecimiento. Lo escribo a mes pasado para darle más valor a mi gratitud, al mismo tiempo que me sirve para reflexionar sobre uno de los males de nuestra época que no es otro que la clausura involuntaria de millones y millones de personas, especialmente en edad muy avanzada, cuando la vulnerabilidad es mayor.

Cuando veía las informaciones que las televisiones dedicaban a Carrascal el día en que se conoció su fallecimiento, reflexionaba sobre la paradoja de un hombre que alcanzó la cima de la fama y del reconocimiento periodístico y que murió en la más absoluta soledad en su hogar, ya que su querida esposa, que padece Alzheimer, se encontraba ingresada en una residencia especializada. Es posible que Carrascal llevase muerto más de un día cuando el SAMUR llegó a su domicilio alertado por un vecino.

Detrás de muchas puertas cerradas de infinidad de viviendas solo hay orfandad emocional, vacío vital y un aburrimiento inimaginable. Allí no hay felicidad. En sociedades como las del norte de Europa, donde la ingeniería social adoctrinó durante años acerca del hombre libre e independiente, la gente se muere sola y triste, sin esperanza de ningún tipo. Al final de esa supuesta independencia no hay felicidad; esa que te proporciona convivir con otros, tener amigos, compañeros, vecinos..., contar, al fin y al cabo, con algún asidero al que en algún momento pedir ayuda. Nos cegó un progreso y una individualidad que nos ha hecho más frágiles. Los hijos se desentienden de los padres y de los abuelos. Algunos prefieren a los perros. No lo voy a censurar, pero tal vez en nuestra prepotencia de personas fanfarronas y omnipotentes, podríamos tener la inteligencia y la humildad de mirar hacia el tramo final de nuestros días y entender que hasta el más poderoso, el más exitoso, se muere solo y lo deja todo. En el tramo postrero de la vida, nos queda lo que quisimos y lo que nos quisieron, y para eso, muchos, cada vez más, se despiden de la existencia aislados, incomunicados en un abandono que la mayoría no se merecen.

José María Carrascal escribió alguna vez sobre ellos, aunque él combatió su soledad final con su conexión periodística con la actualidad y con ABC, que era el cordón umbilical que le unía al presente, a la vida. Si viviese estaría escribiendo sobre el horror que el peor político de nuestra historia está sometiendo a los españoles. Pero ya no está.

Nota final: le dedico estas palabras a Pilar García de la Granja, colega de voluntad de hierro, que me recordó hace días la causa de la pandemia melancólica del ser humano moderno: la soledad.

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