Pedro Almodóvar
El cine español hay que quererlo a pesar de Almodóvar o Bardem, que hacen lo imposible por echarnos de las salas
Almodóvar ha hecho un buen puñado de películas geniales y alguna notable boñiga, que alcanza incluso la categoría de repugnante esperpento con La piel que habito, un delirio infumable salido de una mente trastornada. Es imposible verla sin sentir un profundo asco, pero lo inquietante es que no era ésa su intención: al contrario, parecía más la confesión de los sentimientos más íntimos de alguien que, al sentirse ya poderoso, se puede permitir exhibir sus rincones más oscuros.
El manchego, como Bardem, es también marca España, y por mucho que sus opiniones políticas y su arrogante actitud personal puedan revolvernos el íleon a muchos, ese mérito lo tienen y ese agradecimiento lo merecen, más allá del artístico, también indudable.
Su promoción internacional del cine español lo es también de España, como los éxitos deportivos de Nadal, Alonso y Gasol; con una única excepción: en España consiguen justo lo contrario, hasta el punto de que las millonarias audiencias de las series televisivas nacionales se convierten en residuales taquillas cuando el salto de los autores es a la gran pantalla, con honrosas excepciones que confirman la regla.
Han logrado, para tristeza de un arte maravilloso en el que podemos reconocernos y a menudo explicarnos, que el cine español parezca una plataforma incendiaria de las peores ideas políticas de Europa y una herramienta de división, de trincheras y enfrentamientos desde una superioridad moral autoconcedida que no resiste la más elemental prueba del algodón.
Dañan a su cine, cuando es maravilloso y emplea a miles de personas, por el empeño guerracivilista de unos pocos, pero muy relevantes, en rodar siempre al lado de Zapatero o de Sánchez y auxiliarles en la tarea de adecentar, con decorados de cartón piedra, la infumable combinación de sectarismo, incompetencia y mala fe que les define.
Ahora Almodóvar se ha creído además economista y, en respuesta al brochazo del castellanoleonés Gallardo, que no encuentra mejor manera de defender a nuestros agricultores que denigrando al cine en su conjunto, ha soltado una inmensa gansada entre aplausos del resto de gansos.
Viene a decir el autor de la espléndida Todo sobre mi madre que las subvenciones recibidas por el Gobierno son «adelantos» y que las devuelven luego, sobradamente, con «impuestos y cotizaciones a la Seguridad Social».
Más allá de que no es verdad contablemente, pues el sector ha multiplicado por cuatro las ayudas públicas desde 2020 hasta alcanzar los 167 millones de euros anuales (más del doble de su recaudación total), sonroja que un miembro insigne del club de «Los papeles de Panamá» se atreva a dar lecciones fiscales.
Y abochorna, aún más, que el Gobierno más confiscatorio de la historia no le reprenda por tan peculiar teoría, que aplicada al resto de sectores productivos consagraría una regla estupenda: la de adquirir el derecho a recibir subvenciones por la posterior liquidación de impuestos, algo que en realidad solo ocurre en el universo almodovariano.
Para el resto, expolio, notificaciones, subidas, broncas, indiferencia y apaleamientos públicos en infames listados de deudores, presentados como evasores de impuestos, al lado de defraudadores de verdad, en un infame Auto de Fe que el negligente Cristóbal Montoro inventó y su prima María Jesús Montero ha perfeccionado.
El cine español hay que cuidarlo, a pesar de algunos de sus padrinos, porque conforma nuestra identidad nacional, tan atacada desde tantos frentes, y es un perfecto cemento de una sociedad con cada vez menos puntos de referencia.
Pero si de lo que se trata es de que el panameño defienda la rentabilidad del sector en unos términos estrictamente económicos, por ahí no pasamos: es una ruina y solo sobrevive por la generosidad de un partido, el PSOE, que a cambio exige militancia.
No nos ponga tan difícil defender al cine español, señor Almodóvar, que sigue siendo una parte de nuestras vidas pese al esfuerzo de usted, y de otros como usted, de echarnos de las salas y confinarnos en esa «fachosfera» inventada por su patrón para esconder las vergüenzas propias.