Serviora
Abdulah se enamoró locamente de una de las bailaoras del cuadro flamenco. Era tímido y metafórico. Y trasladó al sargento su deseo de conocerla personalmente
Visitó Granada, en los años cincuenta, el Príncipe Abdulah de Jordania, hermano del Rey Hussein y tío del actual monarca alauita. Y Franco ordenó que se le rindieran honores de Jefe de Estado. Lo que narro me lo contó José María Stampa Braun, el gran penalista nacido en Valladolid y catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Granada. El día previo a la recepción organizada por el Jefe del Estado a su invitado en la Alhambra, el Gobernador Civil llevó al príncipe jordano a un espectáculo flamenco en las cuevas de Sacromonte.
Se buscó entre los catedráticos de Árabe de la Universidad un intérprete de tronío. Pero todos rechazaron la invitación por no considerarse adecuados, incluido entre ellos don Emilio García Gómez, ilustre arabista y académico de la RAE. Un sargento retirado de la Legión, con muchos años en Ceuta, Melilla y el Sahara Español, aceptó la encomienda.
Abdulah se enamoró locamente de una de las bailaoras del cuadro flamenco. Era tímido y metafórico. Y trasladó al sargento su deseo de conocerla personalmente. El sargento reclamó su presencia y se la presentó al príncipe. «Niña, 'Su Artesa' Abdulah de Jordania. 'Artesa', Lolita 'la Alpujarreña'». Y el príncipe, mirando a lo alto, soltó la primera parrafada poética: «Ajamalah…» (Los puntos suspensivos me alivian de transcribir el mensaje en jordano). El sargento se lo tradujo a Lolita «la Alpujarreña»: «Mira, niña, que 'Su Artesa' dice que cuando mueves los brazos pareces una palmera cimbreándote por el viento». Y Lolita se emocionó, lógicamente. «Por Dios, que cosa tan bonita me ha dicho 'Su Artesa'. Respóndele que estoy muy agradecida». El sargento tradujo a Lolita y el príncipe, nuevamente, fijó su mirada a las alturas. Y soltó su segundo párrafo metafórico. «Ajamalah…». Y esperó respuesta.
«Mi niña, que dice 'Su Artesa' que al bailar pareces una gacela moviéndote sobre las dunas». «¡Ayyy, madre mía, qué preciosidad lo que me ha dicho 'Su Artesa'! Le dices de mi parte que muchísimas gracias, que nadie me había dicho antes que él una cosa tan maravillosa». El sargento tradujo, y el príncipe clavó de nuevo sus ojos en los techos de la gran cueva. Pasados unos minutos, retomó la palabra. «Ajamalah…». La tercera metáfora era de imposible rechazo. «Oye bien, niña. Que 'Su Artesa' dice que tus labios como son como dátiles maduros, y que le encantaría probarlos»; «Ohhh, qué sensibilidad la de 'Su Artesa', que manera de decirlo, que hombría de bien, que palabras tan bellas… Le dices que me siento cohibida ante tanta hermosura. Nunca, nunca, nunca me habían dicho nada tan precioso». El sargento tradujo, y el príncipe, algo irritado, prosiguió: «Ajamalah…». El sargento, le ofreció a Lolita la traducción literal. «Mira, mi niña. Que dice 'Su Artesa' que tu cuerpo, cuando bailas, lo mueven las estrellas del firmamento y que...». Y Lolita «la Alpujarreña», en este punto y momento de la seducción, elevó sus pechos, reunió sus manos, abrió las piernas, y derretida de emociones imprevistas, le dijo al sargento. «Le dices de mi parte a 'Su Artesa' que jamás olvidaré esta noche. Que es un Príncipe real y un Príncipe de la poesía. Que siempre le estaré agradecida, pero que… ¡serviora no folla!».
Y «Su Artesa» se fue bolo al hotel. Bolo y solo. ¡Faltaría más!