El sin poder de los con poder
Roban por compensación. Han hecho unos esfuerzos a menudo colosales por alcanzar el poder y, cuando por fin lo han conseguido, se encuentran con que no mandan más que en minucias
Sánchez va a caer como Al Capone: por la contabilidad. ¡Con todo lo que está haciendo…! Yo me pregunto por qué los poderosos meten la mano en la caja. No es para comer como el que no tiene dónde caerse muerto, que tiene una excusa. Han publicado lo que cobraba Ábalos y eso, entre mi mujer y yo, no lo levantamos. ¿Por qué se pondrán a trincar, entonces?
La explicación simple es que una vez que se han corrompido de alguna manera (mentiras electorales, promesas incumplidas, traiciones a compañeros, pactos oscuros…) ya siguen la inercia. Se han acostumbrado. La explicación teológica nos atañe a todos y se remonta a Adán y a Eva. Empezamos con la Caída Original y, a partir de ahí, todas las demás son imitaciones. Nadie puede decir de esta manzana no morderé, sobre todo cuando la mordida te la ponen fácil. Está en nuestra naturaleza dañada.
Además, yo tengo una teoría más psicológica. Roban por compensación. Han hecho unos esfuerzos a menudo colosales por alcanzar el poder y, cuando por fin lo han conseguido, se encuentran con que no mandan más que en minucias. Pueden molestarnos un poco a los contribuyentes –y lo hacen–, pero la gente en general sigue su vida con bastante indiferencia a los políticos. Mandan mucho menos de lo que nos parece. Las leyes del mercado, las exigencias de la geopolítica, los organismos internacionales, los lobbies, los jueces, los llamados aliados (amiguitos de izquierda –Yolanda– y amigotes de derecha –PNV–) les estrechan mucho el campo de acción. Tan presidente del reino de España, y un prófugo como Puigdemont le maneja a su antojo. Incluso aunque se cumpliesen sus sueños más secretos y fuesen mandamases absolutos como Maduro, no podrían retocar la economía sin condenarnos a la pobreza, la inflación y la represión. La opinión pública les constriñe.
Si esto es así del presidente, imaginemos a sus subalternos, pendientes, además, del último bandazo del jefe para no perder comba. En su maravillosa Epístola Moral, Andrés Fernández de Andrada clava la sumisión perruna del que vive alrededor del poder, condenado a ser «augur de los semblantes del privado», siempre tratando de adivinar por dónde van los caprichos del superior para satisfacerlos. Cuando se ha hecho tanto por el poder y se alcanza y se ve que era mucho menos del que parecía, la frustración puede llevar a los políticos a compensarse con su mano izquierda, trincando mucho al menos.
Con gran finura, Jesucristo dice en el Evangelio que no se puede servir a dos señores y que hay que escoger entre Dios y el Dinero. De un plumazo genial, ignora al César, a los Procuradores, a los reyezuelos, al Sumo Sacerdote y a los terratenientes locales. Esos poderes –dice el silencio irónico de Cristo– no tienen poder. Sólo hay dos señores a escoger: o Dios, claro, o el Dinero.
Dante, que tampoco era manco, pone en el purgatorio al papa Adriano V. Él mismo confiesa su historia: fue siempre ávido de poder, honores y riquezas y no descansó jamás en su afán de acapararlos. Salvó su alma que lo logró. Llegó a lo más alto: la cátedra de san Pedro y allí se dio cuenta de que su corazón seguía insatisfecho porque no le bastaba. En el último instante, se volvió a Dios.
Otros, en la situación más o menos de Adriano, se vuelven, por compensar la frustración, al otro señor posible: el dinero. Eso explica unos casos de corrupción tan burdos, tan insensibles con la pandemia y tan innecesarios para los implicados. Tan tontos.