La Grandeza
La pregunta es si la ejemplaridad de los nobles, su compromiso y su servicio social son específicos suyos o exactamente iguales a los del resto de los ciudadanos
Es una buenísima noticia que, por primera vez desde los años 70, Su Majestad el Rey haya presidido la asamblea de la Diputación de la Grandeza y Títulos del Reino. A los aristócratas también hay que darles su sitio y no todo va a ser ir a las finales de los campeonatos de fútbol. Leyendo las crónicas de la ocasión se me agolpan un aplauso, una pregunta y una súplica.
El aplauso es para las palabras del Rey, que ha destacado que «en nuestra España constitucional y democrática, la historia y ascendencia nobiliaria implican, sobre todo, obligación y ejemplaridad, y el privilegio no puede entenderse sino como compromiso y servicio a la sociedad, valores que también debéis transmitir a las nuevas generaciones». Muestran, como no podía ser de otro modo, que lo mollar de toda aristocracia, constitucional o no, es la nobleza de espíritu, esto es, en palabras de Søren Kierkegaard, que «aristócrata es o se vuelve todo aquel que a sabiendas quiere el bien». Postura que fue adoptada como lema por el II conde de Guilford, Frederick North, primer ministro británico a mediados del s. XVIII: «La vertue est la seul noblesse».
La pregunta es si la ejemplaridad de los nobles, su compromiso y su servicio social son específicos suyos o exactamente iguales a los del resto de los ciudadanos. Yo creo que los Grandes de España tienen un servicio particular que prestar, así como un ejemplo característico que ofrecer, y unas virtudes más idiosincráticas suyas que otras (aunque ninguna esté de más). Sin embargo, ese balón no se baja prácticamente nunca al pasto, como diría el Marqués del Bosque, uno de los últimos títulos concedidos en España. Urge concretar, porque en la respuesta a esta pregunta nos jugamos, si se piensa bien, la razón de ser la Diputación de la Grandeza y toda la pesca. Aunque estoy convencido de que la respuesta será afirmativa. Al menos, en el caso de la hidalguía de espíritu, no me cabe duda de que tiene un sesgo propio que la hace inconfundible con otras dimensiones perfectamente admirables de compromiso cívico. Hay un modo hidalgo de ser y de estar en el mundo. La transmisión a las nuevas generaciones a la que insta el Rey es un buen indicio.
Por último, la súplica. Estamos a punto de cumplir diez años exactos de que en España se concediesen varios títulos nobiliarios por el Rey Emérito. Fueron para destacados investigadores y docentes, y a un empresario. Todos muy merecidos. No es la primera vez que susurro y enumero las ventajas de retomar esa prerrogativa real de otorgar estos reconocimientos. Hay muchos otros premios y distinciones, pero no tan nuestros. De ese modo, el Rey ejercería su autoridad inalienable en tiempos brumosos; revitalizaría las viejas instituciones de donde mana –según nuestra tradición– la ejemplaridad; y daría pistas valiosísimas a los siempre atentos títulos históricos de qué compromisos y qué servicios sociales requiere nuestro tiempo. Que los requiere resulta indiscutible.