Sentir los colores
La ideología, en suma, va por fuera: es, más que la que uno piensa que tiene o no tiene, la que nos atribuye la gente. Hace las veces de los colores de la camiseta con los que uno salta al campo del debate público
El filósofo sevillano David Cerdá ha escrito un artículo muy interesante, como es natural, siendo suyo. Sostiene que hay que huir de las ideologías como de la peste, porque asumir cualquiera implica una merma de libertad intelectual. No estoy de acuerdo. Creo que viene bien contrastarlo, porque el prestigio de la neutralidad se deja sentir profundamente en la derecha española. Ya saben que aquí, cuando uno dice que no es de derechas ni de izquierdas, es de derechas.
Reconocerse de una ideología tiene, por supuesto, sus peligros, sobre todo si te ciega a los matices de la realidad, pero también los tiene la anti-ideología, si es sistemática. La vida es ondulante y no hay postura que no implique riesgos. Quien se encariña de su neutralidad puede forzar sus declaraciones para ir dando una paletada de cal y una pataleta de arena o puede dar una patada a la grada a los asuntos espinosos. Este peligro no es inevitable, y hay neutrales comprometidos, como Cerdá; pero tampoco son insoslayables los peligros que conlleva el reconocimiento de una posición ideológica propia.
La toma de partido no es necesariamente previa ni cerril ni cegadora, como demuestran tantísimos que han cambiado de ideología tras un proceso de maduración por el método del ensayo-error. Pensar que dentro de cualquier corriente ideológica el pensamiento se sustituye por la consigna es ignorar que los más vivos debates intelectuales se producen entre afines. Pueden permitirse bajar al matiz. No hay críticos que los líderes de los partidos teman más que aquellos que ponen la coherencia de sus ideas por encima de las siglas y los personalismos. La ideología no ciega la crítica, sino que a menudo afina la autocrítica.
Nadie pensaría que ser de un club de fútbol te impide apreciar a los buenos jugadores de otros equipos ni lamentar los errores de los propios. La adscripción a una ideología política tampoco está reñida con el amor a la verdad como no lo está la adscripción a una fe religiosa ni a una corriente filosófica. ¿Ser aristotélico-tomista conlleva una limitación intelectual?
La ideología asumida es, en la mayoría de los casos, la conclusión racional y sincera de una constelación de ideas más o menos concatenadas, y puede verse como el fin natural del pensamiento. Sin duda, con sus previas predisposiciones de carácter y los límites consiguientes, pero ahí entran en juego el debate público, donde se depuran, y las consecuencias prácticas de cada acción de gobierno, que es la prueba del nueve de las ideologías reales.
Como yo soy conservador, juego con la ventaja del agente doble, porque el conservadurismo no es tanto una ideología como un sentimiento, una propensión, un hábito, un tic. ¿Una prueba? Es casi imposible ponernos de acuerdo a dos conservadores sobre el contenido concreto de nuestra convicción compartida. Es una ideología con un alto contenido anti-ideológico, paradoja que me permite detectar otra: ¿no es la anti-ideología una ideología más?
El antídoto a unos y a otros lo ofreció Ezra Pound en el discurso de su 73 cumpleaños: «Todos los hombres tienen derecho a que sus ideas sean escuchadas una por una y a que no sean confundidas unas con otras». La ideología, en suma, va por fuera: es, más que la que uno piensa que tiene o no tiene, la que nos atribuye la gente. Hace las veces de los colores de la camiseta con los que uno salta al campo del debate público. Se forja con el reconocimiento de una jerarquía de principios compartida, de unos problemas prioritarios, de un aire de familia, de unos maestros comunes…
¿Quiere esto decir que estoy en contra de los que rechazan cualquier ideología? En absoluto. Quizá estén en camino de encontrar una, quizá ya la hayan encontrado y no lo sepan o quizá no les interese hacerlo nunca. La honestidad intelectual se la presumo a todos, incluyendo a los neutrales. Lo que no me parece correcto es dar por sentado que, desde una posición ideológica reconocida –conservadora, tradicional, liberal, socialdemócrata, nacionalista, etc.–, no se pueden sortear los peligros que conlleve. (La advertencia de los cuales agradezco mucho a David Cerdá.)