España tiene que defenderse del País Vasco (y de Cataluña)
Hasta aquí hemos llegado: décadas de privilegios y concesiones para, a cambio, recibir desprecio y aguantar a un presidente a las órdenes del separatismo
Ya da igual que Bildu gobierne ahora o mañana, que lo haga en solitario, con el PNV o el PSOE. Eso es irrelevante al lado de la dura realidad: ya ha ganado, qué más da si con unos votos por encima o por debajo de otros. Y lo ha hecho por la voluntad de los vascos, a quienes se supone memoria y, por tanto, se les puede señalar por complicidad.
Es cierto que al censo electoral le faltan los exiliados de su tierra desde 1977, hartos del horror: unos 180.000, según los cálculos más fiables. Es el triple de los que votaron al PP en 2020, un 33 % más de los que eligieron al PSOE y solo un 25 % de los que optaron por Bildu. Su impacto, de no haberse marchado, cambiaría probablemente el resultado.
Pero esto es lo que hay: los 1.8 millones de vascos con derecho a voto han decidido, con su papeleta o quedándose en casa, que el futuro de su tierra le pertenezca a un partido inspirado en Batasuna, dirigido por Sortu, encabezado en realidad por Arnaldo Otegi e incapaz de condenar el terrorismo, tildar de terrorista a ETA y ayudar a esclarecer los casi 400 crímenes de esos matarifes que aún siguen sin respuesta.
Es lo que han querido los vascos, y si se le añade el voto del PNV, que no cogía pistolas pero no recibía sus balas y aprovechó el terror para negociar su estatus y un sinfín de privilegios, el dictamen es abrumador.
España, pese a lo que digan las plañideras de la ikurriña y la estelada, ha hecho todo lo posible desde 1978 para integrar al nacionalismo periférico, en un esfuerzo generoso y algo estúpido que, lejos de calmar su delirio supremacista, lo hizo más voraz y legítimo: no se puede hacer más, por mucha verborrea confederal del sanchismo, que sirve más para intentar adecentar la pavorosa disposición del PSOE a apoyarse en él que para ofrecer un marco de futuro cohesionado y aceptado por todos.
Ya está bien, pues. La pregunta no puede seguir siendo qué hacemos con los vascos y los catalanes para que se sientan cómodos. Llevamos haciéndonosla, mejor o peor pero con idéntico resultado catastrófico, al menos desde la primera República: todos los regímenes desde entonces, incluyendo al de Franco, han priorizado hasta extremos humillantes los esfuerzos integradores, a cambio de lo cual solo hemos recibido desprecio, violencia y chantajes.
El separatismo siempre ha sido una enfermedad privativa de ambas regiones, un asunto doméstico que hemos asumido como propio, sin serlo, y hemos atendido con las mejores terapias, todas fracasadas a un precio inhumano en vidas, sangre, extorsión y dinero.
Ya no se trata, por eso, de defender la españolidad del País Vasco y de Cataluña, si en breve votan igual, sino la de la propia España. Porque el virus nacionalista no solo no ha retrocedido en su foco original, sino que ha hecho metástasis en el resto del país, condicionado hasta extremos insoportables por una enfermedad ajena que alcanza, sin embargo, a todas las extremidades del cuerpo.
No hemos podido salvar a las dos Comunidades, infinitamente menos históricas que Castilla, Aragón, Navarra o León, por citar solo algunas; y ahora se trata de acabar con el contagio, resumido en un contrasentido dañino como pocos desde 1978: no solo han premiado a quienes tenían las balas y no a quienes ponían las nucas; sino que además eligen quién es el presidente, cuál es el Gobierno y cómo, para qué y para quién se gobierna en España.
Hasta aquí hemos llegado: ellos son más radicales que nunca y, además, ponen a otro radical a gobernar al dictado de sus necesidades y caprichos, al que no le queda más remedio que cumplir para mantenerse en un poder que de otra forma nunca habría alcanzado.
España nunca ha atacado a nadie, pero ahora le toca defenderse. De esa tropa, de quienes le votan y de su mayordomo, Pedro Sánchez.