El mentiroso y la imputada
Sánchez ha mentido a sabiendas de que Begoña estaba imputada y ha colocado a España en una crisis sistémica para tapar sus escándalos
Begoña Gómez estaba imputada cuando Pedro Sánchez desapareció durante cinco días; amagó con dimitir; volvió de entre los muertos usando al Rey para anunciar su continuidad, tildó de bulos las informaciones documentadas sobre su esposa; despreció a la Justicia por golpista; lideró una campaña electoral en Cataluña; desató un conflicto internacional con Argentina por hablar de su esposa; la presentó como un «asunto de Estado» y anunció una ofensiva «regeneradora» para salvar a la democracia de una especie de conspiración ultraderechista merecedora de medidas coercitivas nunca vistas.
Todo eso, y quizá algo más con Ucrania, Israel o Palestina como obscenas cortinas de humo; lo hizo Sánchez a sabiendas de que, haya o no cometido delitos su señora, estaba formalmente investigada en un juzgado madrileño en una causa por delitos de corrupción en los negocios y tráfico de influencias.
Lo escondió, de manera premeditada y reiterada, mintiendo impunemente a todo el mundo, haciéndose el ofendido, aireando represalias y convirtiendo sus problemas personales en una excusa para relanzar su desafío a la convivencia pacífica y consolidar su lamentable apuesta por las dos Españas irreconciliables.
No hace falta que Gómez sea declarada culpable algún día, si acaso llega a ser procesada, para que las mentiras de Sánchez ya sean imperdonables: escondió a sabiendas la situación real de los hechos y transformó la negación espuria de los mismos en una excusa para desafiar al Estado de Derecho y preparar el camino para una reforma judicial que, como en el caso de Puigdemont, lo amnistiara a él mismo y de paso persiguiera a quienes lo acusan, denuncian o simplemente tienen dudas.
Pase lo que pase con la causa, el comportamiento de Sánchez ya es indigno del cargo que ocupa: un mentiroso pendenciero que, en lugar de cumplir con la obligación elemental de rendir cuentas, emprende un ajuste de cuentas más propio de un matón que de un presidente decente.
Esa culpabilidad política es tan manifiesta e irrevocable como la de la propia Gómez, atrapada en un círculo vicioso de hechos confirmados que no borraría ya ni el archivo de su causa.
La eventual ausencia de consecuencias legales no la salva ni a ella ni a su marido de las consecuencias políticas que debe tener un comportamiento impresentable: aceptó dirigir una cátedra extraordinaria creada a dedo para ella; se asoció con empresas y directivos a los que luego recomendó ante el Gobierno de su marido; mantuvo relaciones comerciales con compañías beneficiarias de decisiones del presidente y dedicó el invento universitario al sospechoso mundo de la captación de fondos, coincidiendo con la mayor transferencia económica en ese epígrafe concedida nunca por Europa. Y gestionada personalísimamente por La Moncloa, al margen de cualquier órgano de control dirigido por personalidades independientes de prestigio.
Solo la clamorosa cadena de mentiras perpetradas en público por Sánchez y la documentada dedicación de su pareja a unas actividades ética y estéticamente incompatibles con su condición son suficientes, en una democracia sólida y serena, para esperar la dimisión avergonzada del personaje, sea cual sea la evolución del procedimiento judicial, encabezado por un juez decente –otro más– que no se ha dejado vencer por las descomunales presiones que ha sufrido desde que le tocó instruir la causa.
Sánchez se salvó de su despido en el PSOE tramando una moción de censura artera con la que, en nombre de la transparencia y la higiene democrática, asaltó el poder y consiguió en los despachos lo que había perdido estrepitosamente en el campo, con dos derrotas clamorosas en sendas elecciones generales celebradas en seis meses por su obcecada negativa a aceptar el designio de las urnas.
Entonces apeló a una cuestión subjetiva, la ejemplaridad de Rajoy, para justificar que lo relevara pese a no estar investigado ni condenado y haber obtenidos dos victorias electorales consecutivas en muy poco tiempo. Las responsabilidades penales se miden en un juzgado, pero las políticas se ciñen a unos baremos distintos que Sánchez nunca ha cumplido y ahora, entre mentiras sonrojantes, pisotea con sevicia propia de un cacique, dispuesto a hundir España dentro y fuera de sus fronteras con tal de salvarse a sí mismo, a su negligente esposa y al proyecto genuinamente corrupto, frentista y empobrecedor que tristemente representa.