¡Vergogna, vergogna!
Siento pisotear sobre lo mojado, pero cada día este mentecato con ínfulas me recuerda más a Fidel Castro, y sé que me repito más que el ajo marroquí en esa salsa que de sólo verla me provoca arcadas
Leí de muy joven El Decamerón, uno de los monumentos de la literatura universal, creo que fue publicado en Cuba por error en la época en que se perseguía todo lo sensual y erótico porque el comunismo suele ser púdico (ahora sobreviven de lo contrario), en aquella colección que se llamaba Huracán, y cuya lectura constituía un verdadero experimento ciclónico, pues abrías aquellas ediciones con hojas amarillentas de bagazo de caña que parecían pegadas al lomo con saliva de gorrión habanero hambriento, y en nada el libro se deshacía entre las manos. Si como explicaba hace unos días en un Space de Xuiter, los primeros globalizados por la Agenda 2030 (comunista) fuimos los cubanos, que hemos sido pioneros en todo lo horroroso de este mundo a partir del año 1959, también en eso de los Kindle efímeros, pero mediante papel de bagazo, nos hemos adelantado; todo se fabricaba con bagazo (más ecologeta había que mandarlo a hacer), no nos alimentaron con bagazo de puro milagro.
La lectura de ‘El Decamerón’ me impactó profundamente, sigo sintiendo la misma sensación, porque he sabido refugiarme en los libros de antaño y continúo releyéndolos con fervor y sacerdocio, dado que las publicaciones de ahora bien poco valen, e incluyo las mías, aunque no todas, que algún aprecio por mi trabajo todavía conservo, pues me he refugiado en lo trascendental predecesor. El Decamerón trata sobre todo de la vergüenza, la vergogna, como punto extremo de fragilidad de las mujeres, porque el pudor para Bocaccio, su autor, constituía una bella entrega entre pudorosa y de verecundia honda. ‘El Decamerón’ me ha influenciado bastante como escritora, pero más que a mí a J. M. Coetzee, el premio Nobel de Literatura sudafricano, como puede probarse en su libro titulado creo que en español Desgracia, y que en Italia tradujeron como Vergogna. La traducción hace honor al libro porque Vergogna es una palabra muy hermosa, y yo me enamoro de ese tipo de palabras cuya belleza escrita antecede a su significado.
Sin embargo, (siento tener que abandonar los temas literarios para bajar a la cloaca política, no es que lo literario no tenga también sus fanguizales, pero pienso que todavía menos), he aquí que los argentinos, con su excelente sentido del humor me han echado a perder la palabra, al renombrar a la esposa del presidente no elegido, Vergogna, con su doble y estiloso significados, según me cuentan: por lo de verga, que juro que no sé a qué viene, y por el de vergüenza, que sospecho que todos los que aquí me leen saben a qué me refiero.
No obstante, la esposa del presidente no es la única que carece del significado del nuevo nombre que le han impuesto los generosos argentinos desde el momento en que usan un término de El Decamerón para rebautizarla, también su esposo adolece de lo mismo. Sólo hay que ver los numerosos «cambios de opinión» de este sujeto que ha culminado –por el momento– con otra fechoría más, la de la Ley de Amnistía, y cómo, en las sucesivas apariciones públicas, cada vez más esporádicas, eso sí, donde este personaje sin 'vergogna' ninguna, no sólo chulea, además se muestra cínico, para colmo llama a quienes le abuchean (que ya no cabe un abucheo más, todo sea dicho), como fanes que lo persiguen y que no pueden vivir sin él.
Siento pisotear sobre lo mojado, pero cada día este mentecato con ínfulas me recuerda más a Fidel Castro, y sé que me repito más que el ajo marroquí en esa salsa que de sólo verla me provoca arcadas; pero, recuerdo uno de aquellos discursos de ocho horas que nos sonaba XXL, Talla Extra Larga, porque todo en él era: «haremos una revolución más grande que nosotros mismos»; en el que los niños, sin desayunar más que un vaso con agua y azúcar prieta barrida en los centrales azucareros con cagarrutas de ratas y alas de cucarachas incluidas, empezaron a desmayarse de hambre, y el muy hijo de Lina (de puta) hizo un alto en su verborrea fachocomunista para comentar –al notar desde la tribuna que las camillas de urgencias recogían bultos de infantes hambrientos y achicharrados por el indio caribeño (el sol)– aquello de «miren cómo mi mensaje emociona y llega hondo, que hasta los pioneritos se desmayan de la emoción». Los comunistas suelen ser así de soberbios, verdaderos demonios de la desvergüenza.
Aunque, descreída por razones obvias, siempre conservo la esperanza, ingenua quizás, quizás, quizás, siempre que me pregunto, como en el bolero, qué ocurrirá, qué pudiera suceder para que el sentido de la buena estrella en el cálculo de desmanes se desvíe y cambie de una vez y por todas para estos tránsfugas, por fin se conviertan en estrellados, y podamos vivir en orden y tranquilos, sin odios ni inquinas; que entonces la Vergogna por fin tendrá que asumir otro nombre más adecuado, el de Desgracia, porque ir de Bocaccio a J. M. Coetzee no nos vendría nada mal.