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06 de julio de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

La ultraderecha y Alvise

España no tiene un problema con la ultraderecha: lo tiene con la extrema izquierda, que es el PSOE ya

Actualizada 01:30

Pedro Sánchez se presenta a sí mismo y al PSOE como un «dique contra la ultraderecha», aunque en realidad es un potenciador de la extrema izquierda, que hoza como gorrino en lodo gracias a su integración en el Gobierno y la reconversión de los socialistas en un partido radical.

La tendencia de Sánchez a asumir causas globales que no le reclaman ni le necesitan ni están a su alcance o no existen, sean el cambio climático, la guerra en Gaza o la cruzada antifascista; es todavía más patética al lado de su fracaso en la gestión de problemas que sí están en su órbita.

Parar a la ultraderecha supremacista de Junts, la única real y también la única amnistiada; defender la cohesión territorial de su país en términos físicos, legales y sentimentales; aplicar una política económica razonable que no asfixie a la mitad menos uno de España para mantener a la mitad más uno y hacerla rehén electoral o cuidar el sistema democrático por el sencillo método de no acosar a la Justicia sí son retos al alcance de su función que, sin embargo, desecha, malversa o potencia.

El retórico combate al franquismo, iniciado por Zapatero y culminado por Sánchez, ha saltado ahora a la escena europea por el auge de partidos hermanados o similares a Vox, no sin antes alcanzar el paroxismo doméstico con la ridícula insistencia en situar al «dragón de tres cabezas» en el eje de los problemas españoles.

Si hasta anteayer la «ultraderecha» era Vox, un partido conservador que respeta los límites constitucionales y solo desde dentro de ellos propone reformas respetuosas con los procedimientos a diferencia de Junts, ERC o Bildu, ahora también lo es el PP de Feijóo, tildado de «ultraderechista confeso», y obviamente Alvise Pérez, cuya ruidosa irrupción tiene tanto mérito personal como efectos positivos para Sánchez, que alcanza el poder y cosecha derrotas menos agudas de las merecidas gracias a la fragmentación del voto crítico.

La identificación de ese enemigo inexistente tiene como principal objetivo el blanqueamiento de las alianzas propias, tan nefandas como las trabadas con los partidos de terroristas y golpistas; la ruptura de los puentes del consenso con la oposición de Estado y la estigmatización de toda alianza de su principal rival para, con ello, hacer inviable la alternancia democrática y perpetuar un nuevo régimen sustentado en el extremismo de izquierdas y la refundación del Estado de derecho en otro adaptado a las necesidades judiciales, económicas, morales y legislativas de la UTE que gobierna o decide cómo se gobierna.

Ese relato cobra peso en contextos internacionales como el presente, en el que han irrumpido con fuerza opciones políticas alejadas del marco tradicional de socialdemócratas y conservadores, a las que se mete en el mismo saco con idénticos epítetos para consolidar la idea de cruzada que impulsa a Sánchez, un eterno viajero al pasado: si sitúa a España en los años 30 del siglo pasado, coloca a Europa en los años 40, como si ambos escenarios se hubieran trasladado a nuestro tiempo y requirieran un paso adelante de héroes como él, conjurados para defender la República de los nuevos Franco, Mussolini o Hitler que andan sueltos, van armados y son peligrosos.

La realidad es bien distinta y comienza por la premeditada confusión torticera sobre el origen, las intenciones y las razones del crecimiento de formaciones en España, Francia, Alemania, Italia o los Países Bajos que no forman siquiera parte de los mismos bloques parlamentarios en Bruselas.

Porque el centro y la derecha se ubican hasta en cuatro espacios distintos, que juntos acumulan ya 497 de los 720 escaños del Parlamento europeo, una abrumadora mayoría que, sin embargo, no actúa unida: meter a Meloni en el mismo epígrafe que a Alternativa para Alemania o a Le Pen en el mismo que a Feijóo es bastante más absurdo, amén de falso y ridículo, que incluir a Sánchez en el de Maduro y el del Grupo de Puebla, del que sí es representante en Europa.

Y despreciar que el crecimiento de las opciones más cafeteras obedece a la negativa de la izquierda a atender problemas objetivos de los ciudadanos como la pobreza, la inmigración irregular, la inseguridad o el borrado de la identidad nacional y a la dificultad de la derecha tradicional para separarse de ese marco ideológico resumido en la Agenda 2030 sin romper platos ni dar coces; una temeridad.

Claro que hay ultraderecha, aunque en España el principal problema sea la ultraizquierda, pero resolver la crisis de confianza ciudadana en las siglas progresistas, y con el tiempo conservadoras y liberales si siguen en su limbo amedrentado de confort, apelando a una pelea a vida o muerte contra la derecha en su conjunto solo servirá para aumentar los problemas, radicalizar a la izquierda, enfrentar a la sociedad y fracasar en la competición internacional por ganarse un hueco en un mundo nuevo en construcción.

Los millones de franceses, alemanes, españoles, holandeses o italianos que han votado al margen del eje habitual no son una recua de descerebrados fascistas deseosos de volver a un pasado horrible de regímenes totalitarios que, al ser vencidos, dieron paso a otros igual de terroríficos y más longevos; sino simples ciudadanos colapsados por la asfixiante sensación de que la política solo se acuerda de ellos para decirles que su única obligación es ver, oír, pagar y callar. Y se han cansado, con razón.

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