Los gorros rusos
«Lo he metido en una bolsa y lo he tirado a la basura». Justo y merecido castigo. Veinte dólares por nada. Pero una lección y unas palabras que no olvidaríamos nunca. «Sabíamos que eran extranjeros por lo mucho que reían»
Viajamos un grupo de escritores y periodistas a Moscú. Yeltsin en el poder. Fuimos recibidos por Shevarnadze –cuyo despacho presidía un busto de J.F. Kennedy–, por Gorbachov –que nos dedicó un par de horas–, y por la Momia de Lenin, que se mostró muy educado durante nuestra visita. Marcelino Oreja, Pepe Oneto, Antonio Burgos, Manu Leguineche, José María Carrascal… Era embajador de España el magnífico diplomático y escritor Pepe Cuenca, que nos recibió en el aeropuerto de Sheremetievo con las dos intérpretes que nos habían asignado. Una, Olga, comunista, partidaria de la extinta URSS y muy enfadada con la vida. Fea. Y la otra Tatiana, aperturista, anticomunista y encantada de la vida. Guapa.
La última noche cenamos en un restaurante cercano a nuestro hotel –el Metropol–, y a la Plaza Roja. También en las inmediaciones del Teatro Bolshoi. Corrió el vodka. De vuelta al hotel hicimos corro de ocurrencias y anécdotas en la Plaza Roja, junto a los almacenes Gum. Nos reíamos con estrépito. Se acercaron dos soldados. Creímos que nos iban a detener. Se trataba de dos centinelas nocturnos del mausoleo de la momia de Lenin. Un frío estremecedor, sosegado por el vodka previamente ingerido. Los soldados nos hablaron en un tono que interpretamos amable y amistoso. La intérprete comunista se negó a traducir sus palabras. La aperturista, lo hizo con gran rapidez: –Los centinelas del mausoleo de Lenin quieren saber si alguno de ustedes estaría interesado en comprarles por 20 dólares sus gorros–. El desmoronamiento del sistema. Dos soldados del Ejército ruso, nos ofrecían sus gorros a cambio de 20 dólares la pieza. Pepe Oneto y yo aceptamos el trueque. Los soldados ya volvían, descubiertos, hacia sus puestos de guardia, cuando Manu Leguineche les preguntó:
«¿Cómo se han atrevido a vendernos sus gorros?" Respondió el más comunicativo. «Porque sabíamos que ustedes no eran rusos». Y Antonio Burgos insistió. «¿Y qué les hizo pensar que nosotros no éramos rusos?».
«Por lo mucho que reían. En Rusia nadie ríe en la Plaza Roja y a estas horas de la noche. Aquí no tenemos ganas de reír».
Figúrense a la Guardia Real y los Alabarderos vendiendo a los turistas su ros y su alabarda. Figúrense a dos soldados de la Guardia Real británica, vendiendo a los turistas que pasean durante la noche por los alrededores del palacio de Buckingham, sus morriones. La intérprete comunista estaba desolada, avergonzada. Y yo, malvado colaborador del vergonzoso pacto comercial, también sentí algo de distancia conmigo mismo por haber participado en ese pequeño, pero trascendente, acto de compraventa. Pero el pecado lleva su penitencia. Desayunando al día siguiente, Pepe Oneto, me hizo partícipe de su decisión. «He tirado el gorro de los guardias de Lenin a la basura. Olían muy mal por culpa de la calefacción del hotel». Asentí cariacontecido. «Lo mismo me ha pasado a mi. Lo he metido en una bolsa y lo he tirado a la basura». Justo y merecido castigo. Veinte dólares por nada. Pero una lección y unas palabras que no olvidaríamos nunca. «Sabíamos que eran extranjeros por lo mucho que reían».