Contraste
Vacaciones sencillas, amables y de contrastes. –Papá, queremos vivir siempre como vivimos ahora–; –en eso estamos, hijas mías, en eso estamos. Si nos salen bien a Mamá y a mí algunas cositas pendientes, siempre viviremos así–
Siempre que él o ella protagonizan un escándalo, desaparecen y se van de vacaciones. En la presente ocasión, han elegido unas vacaciones de contraste. Una semana en Islandia y dos semanitas en Lanzarote. Islandia, la tierra de hielo, es atractiva. Estuve por ahí veinte años atrás. El aeropuerto está en Keflavik, y depende de la OTAN. Se abren las puertas del avión y huele a ballena. En la URSS, en verano, el golpe aromático que experimentaban los turistas en el aeropuerto de Sheremetievo, en Moscú, combinaba el olor a la berza con el del sudor. De Keflavik a Reikiavik, la capital del Estado más civilizado y aburrido de Europa, 40 kilómetros. Muchas ovejas, con una expresión en los ojos de profunda tristeza. Y las casas pintadas de colores vivos, para alegrar la monotonía del paisaje. Bellísimas mujeres. Todos los ríos de Islandia son salmoneros. Y en Islandia ahúman muy bien el salmón. Todos los días comía y cenaba salmón ahumado, y cuando volví a Madrid, lo hice con mi piel anaranjada. Retomé el tono natural con un par de cocidos madrileños.
Por lo demás, un país –la auténtica cuna de los viquingos–, con veintidós horas de luz en verano y veintidós de noche en invierno. De ahí que los islandeses, que disfrutan de una paz y una tranquilidad insuperables, sean más raros que un tiburón con gafas. En una fiesta, tuve el honor de bailar un vals con la presidente de Islandia, doña Vigdis Finbogadottir, mujer simpática y regordeta, de gran agilidad, que al finalizar el vals, ignoro si para celebrar o lamentar el término de nuestras relaciones, palmeó las manos, gritó algo así como «¡Hap, hap, hio, hop!» y desapareció de mi vida.
El oeste de Islandia no dista mucho de Groenlandia, donde se pescan bacalaos, se avista con suerte algún oso polar, abundan los pingüinos y vive Papá Noel. Es probable que el afanoso matrimonio haya llevado a sus hijas al hogar de Papá Noel en Groenlandia, porque la familia Sánchez es más del gordo de los renos que de los Reyes Magos. Me figuro que ella y él le habrán facilitado un mapa de La Moncloa para que no se equivoque de chimenea la noche del 24 de diciembre, porque las niñas llevan años sin recibir ni un regalo, a pesar de lo que ha ganado su madre en los últimos tiempos. Papá Noel les prometió más precisión en la próxima Navidad. El feliz matrimonio y las niñas retornaron a Islandia, y de ahí volaron a Madrid, donde un avión «Falcon», con su jamoncito del bueno preparado, su bar abierto y sus humildes comodidades, transportó a la familia imperial hasta Lanzarote, donde La Mareta les aguardaba para ofrecerles el descanso merecido. Del norte al sur, de Papa Noel a los cayucos, que –¡oh, casualidades!–, ninguno alcanza la costa por La Mareta, porque a las niñas les da mucho susto el cayucaje musulmán.
Vacaciones sencillas, amables y de contrastes. –Papá, queremos vivir siempre como vivimos ahora–; –en eso estamos, hijas mías, en eso estamos. Si nos salen bien a Mamá y a mí algunas cositas pendientes, siempre viviremos así. Sólo nos falta el golpecito de Estado, contar los votos como en Venezuela, y a vivir, que son dos días. Eso sí, dos días estupendos–; –gracias, Papi, gracias, Mami–.
Nada de Miami –no confundir Miami con Mami–, las Seychelles, o Cancún, destinos de clase media. Santo Domingo sí, porque el chalé está muy avanzado y ya les han instalado el mueble-bar, el gimnasio, y la discoteca para las fiestas. No repetirán Islandia. Demasiado volcánica. Le abruman los malos recuerdos de La Palma, donde los palmeños siguen esperando que les construyan las casas que se tragó la lava del volcán, y que él prometió reponerlas con una generosidad verbal inigualable. Si falla La Mareta, o el chalé dominicano, siempre les quedará Doñana, y si la Marismilla está en obras de adaptación imperial, los Quintos de Mora. Todo, muy de clase trabajadora, que es la suya, para evitar comentarios de mal gusto, como el presente.
También la gente del pueblo tiene su corazoncito. Y en este sentido, nada que opinar.