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13 de septiembre de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

El ertzaina trans

Mantuvo, eso sí, el aspecto y el nombre. Porque para perpetrar este atentado contra el sentido común no hace falta ni que te dejes crecer el pelo ni que te afeites. Ni, por supuesto, que te hormones

Actualizada 07:25

Hace unos días, un ertzaina, afincado en San Sebastián, intentó agredir a su pareja con una navaja y amenazó a sus dos hijas menores. Cuando se le acusó de tentativa de asesinato y la policía iba a entregarlo al juez, se topó con una sorpresa no esperada pero siempre temida desde que este Gobierno aprobó el esperpento antijurídico de la ley trans. Al mirar sus datos en el registro, la policía comprobó que el sujeto se había presentado hace casi un año con su DNI en mano, su partida de nacimiento y su empadronamiento y había decidido autodeterminarse como mujer. Mantuvo, eso sí, el aspecto y el nombre. Porque para perpetrar este atentado contra el sentido común no hace falta ni que te dejes crecer el pelo ni que te afeites. Ni, por supuesto, que te hormones.

Las autoridades comprobaron que todo estaba en orden, pero que en el asiento del registro donde tenía que poner «hombre» ponía «mujer». Y chimpún. Cuando se trabaja con el mismo rigor con el que se vierten ideas o se elabora un programa de Gobierno pues el resultado es que los efectos más indeseados están al alcance de los inmorales. Pero no son más inmorales los que se aprovechan de las lagunas legales que los que perpetran la aberración y desoyen a los que entienden de la materia. No será que los agentes judiciales no advirtieran de que no se puede legislar a golpe de patologías ideológicas (o personales, no lo descartemos), sino que hay que contar con todas las consecuencias legales que una norma puede generar. No será que no se avisó de esta situación a este Gobierno presidido por un insensato sin principios que bombea a la cadena de mando el mismo relativismo y parecida ausencia de principios y responsabilidad. La ley del 'solo sí es sí' es un monumento a este oprobio y no sirvió de nada la alarma social y la escandalera de que más de mil violadores vieran aminorada su condena y cientos estén ya en la calle. Desde que el BOE la publicó es parte de nuestra realidad. Como el desastre último de la ley de paridad.

Con esa norma sepamos todos que para cambiar de sexo solo hace falta manifestarlo delante de un funcionario del Registro Civil. Y que éste no le puede pedir al ciudadano que mute de nombre o de aspecto físico, ni por supuesto solicitarle un aval científico ni psicológico expedido por una autoridad médica. Y, además, cuidadito con que al servidor público se le ocurra cuestionar la decisión del susodicho o susodicha. Las consecuencias para el precavido funcionario pueden ser penales.

Así que lo ha que ocurrido con el policía autónomo no es un fraude de ley ni nada parecido. Tan legítimo –desgraciadamente– fue que unas indeseables ministras hicieran este bodrio legal que el hecho de que ahora sea un ciudadano el que se acoja a ese derecho civil que le salve de una condena mayor por maltratar a su mujer e hijas. Este caso se suma a otro en Sevilla, esta vez con un hombre perseguido y condenado por la justicia por violencia machista. Así que los juzgados de violencia de género de la capital hispalense decidieron inhibirse porque el caso ya no puede ser considerado como tal. ¿Se pueden haber hecho peor las cosas y con más graves consecuencias? ¿Se puede ser más ignoto que Irene Montero, también en cuestiones jurídicas? No.

Ana Redondo, la sucesora de Irene, mira al tendido cada vez que se le pregunta al respecto (poco, porque le ha costado sacudirse la arena de la playa este verano). Habla de «fraude de ley». Pero a ver quién demuestra esa estafa cuando el que cambia de sexo dice sentirse mujer y su voluntad está por encima de la opinión de los científicos, los jueces, los juristas y… del sentido común. El dogmatismo de estas iletradas les ha ensuciado el alma y colocado unas anteojeras que hacen imposible cualquier entendimiento. Solo por esto merecería alguna –o alguno– ser procesado.

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