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16 de septiembre de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Almodóvar, esa fábrica de odio

Todo su discurso está preñado de resentimiento, de odio hacia los que no piensan como él, de esa amargura injustificable en alguien al que la vida le ha dedicado una amplísima sonrisa Profiden y que goza de un reconocimiento internacional fuera de duda, con dos estatuillas de Hollywood en sus vitrinas

Actualizada 01:30

Por razones familiares, he tenido que visitar estos días los hospitales públicos de Madrid. Y admirar la entrega con que los sanitarios ayudan a los pacientes y sus allegados a sobreponerse a los estragos de la enfermedad, con una gran vocación por la vida y por mejorar la existencia de quienes sufren trances dolorosos. En esas largas esperas, llegó a mi móvil la nueva turra de Pedro Almodóvar sobre la inmigración a la par que nos adoctrinaba convenientemente sobre las bondades de la subcultura de la muerte usando su nuevo trabajo, «La habitación de al lado», como reclamo. No he visto la cinta, aunque parece que cosechó una gran ovación en el Festival de Venecia. Ya adelanto que hace tiempo que su cine no me gusta ni siquiera un poco. Toleraba algunas de sus películas cuando retrataba con humor cierto costumbrismo -tan español, por cierto-; sin embargo, sus tics chabacanos no terminaban de entusiasmarme. Pero lo que nunca he tragado es que se ponga artificialmente trascendente para reconducirnos «por el buen camino», desde su reconocida impostura moral, sectarismo y falta de amor por su país. Todo su discurso está preñado de resentimiento, de odio hacia los que no piensan como él, de esa amargura injustificable en alguien al que la vida le ha dedicado una amplísima sonrisa Profiden y que goza de un reconocimiento internacional fuera de duda, con dos estatuillas de Hollywood en sus vitrinas.

Él es un claro ejemplo del ascensor social que operaba en la España de las últimas décadas del siglo pasado: proveniente de una familia manchega católica y humilde, logró llegar a lo más alto con su trabajo y esfuerzo. Sin embargo, su mirada hacia España es siempre rencorosa y turbia. La izquierda, en la que dice militar, se cree con la superioridad moral suficiente para marcarnos lo que tenemos que hacer, a quién tenemos que votar, a cuántos inmigrantes irregulares debemos recibir y -ya lo último- cómo y cuándo debemos morir.

El cineasta nos reeduca mientras él hace justo lo contrario de lo que pregona. No pisa un hospital público que otros sí usamos, porque cada vez que tiene que curarse va a los privados, esos a los que ataca públicamente; marcha en las manifestaciones a favor de los pobres y le pillaron con una cuenta en paraísos fiscales de tantos ceros que el fisco español se puso celoso; tiene mansiones en España y Estados Unidos donde no se conoce que haya albergado a un solo mena, a los que pide proteger porque «la ultraderecha los quiere echar» y, ya lo último, en el pack no podía faltar una defensa irresponsable e indocumentada de la eutanasia.

Pedro usó la tribuna pública de la ciudad de los canales para abogar por la muerte, mientras él se pega la vida padre. Defiende deshumanizar a aquellas personas que sufren enfermedades terminales a los que el Estado no procura los cuidados paliativos necesarios. Es curioso que quien defiende aparentemente la sanidad pública, ni siquiera reflexione sobre las carencias de ésta en los momentos últimos de la vida, ni reclame que se invierta en paliativos, que no hay que confundir con el ensañamiento terapéutico, como suelen hacer los de sus ideas. Lo de Almodóvar, a quien nadie ha pedido opinión en nada que no sea hacer cine, es puro nihilismo, la nada, el relativismo moral. Vamos, el catecismo de la izquierda.

En su favor he de reconocer que ha encontrado un aliado brillante y de altura intelectual probada: el ministro Urtasun, que ha comentado que está emocionado por la acogida de la película del manchego sobre la eutanasia. Ya sabemos que Pedro y su ministro son alérgicos a la libertad, defensores de la leyenda negra sobre España, antitaurinos y seguidores de la subcultura de la muerte. Con estos embajadores de nuestro país, ¿quién necesita enemigos?

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