El silencio
En el cementerio de Killary Harbour, y en su tumba se lee. «Ugarte Pirolas. Spanish Trumpeter»
De los personajes más interesantes y variopintos que he conocido en mi vida. Pachuco Ugarte Pirolas. Tenía más de treinta canarios en su casa de Miraconcha. Su madre había fallecido y su padre, aprovechando un breve viaje de Pachuco a Londres, abrió las jaulas y mandó a tomar vientos a los canarios. Volaban sobre la playa de la Concha más canarios que gaviotas. Pachuco era rico por su madre, y mantenía a su padre, que era más vago que el instructor de gimnasia de Cristina Almeida. El padre, Hortensio Ugarte, no soportaba el canto de los canarios, y debo reconocer, que los amigos de Pachuco nos unimos en su defensa. No se puede tener treinta canarios dando la lata todo el día con sus trinos isleños. Pachuco era un joven extraño. No sabía nadar. A los veinte años se bañaba en Ondarreta con un flota –hoy llamado flotador–, confeccionado a medida por su voluminoso diámetro ventral. «Qué bien flota por las olas/ Pachuco Ugarte Pirolas», que así principiaba un poema que le escribió su novia Anichu Martutene, que aspiraba a dar el braguetazo.
Corrían los tiempos del trompetista Roy Etzel, excelso intérprete con su trompeta de oro de la canción El Silencio, que era una joya basada en el toque militar posterior a la arriada de la bandera en cuarteles y campamentos. Y Pachuco, que amaba la música como el que más, comenzó su adiestramiento, a falta de canarios, para interpretar con su facilidad cular, como consecuencia de su conocida y sufrida aerofagia, la bella melodía. No en su totalidad, pero completaba el primer tramo con una finura y un dominio pedorro, que le llevó a gozar de gran popularidad en la sociedad donostiarra. Como era riquísimo, y muy generoso con su pandilla, sus amigos le solicitábamos en todas las fiestas que interpretara El Silencio con su modélico y melódico dominio de la retambufa, hasta que los anfitriones, tapándose las narices, le invitaban a abandonar sus salones.
Años más tarde supimos que había sido retenido en diferentes comisarías por denuncias de los más afamados restaurantes de San Sebastián.
Su padre, don Hortensio, falleció por vago. Para cubrir la distancia entre su casa y el Hotel de Londres y de Inglaterra, apenas cien metros, llamaba a Portuondo, su amigo taxista. Este gran servidor público tenía un acusado defecto. Con alto nivel etílico en la sangre, conducía divinamente, pero los médicos le recomendaron que abandonara el vino, porque su hígado semejaba a un foie gras truffé. Y Portuondo, abstemio, no distinguía con destreza visual los tres colores imperantes en los semáforos. Y estando el semáforo en rojo, lo intuyó verde, pasó a gran velocidad, y un trolebús se lo llevó por delante. Fallecieron Portuondo y su cliente, el padre de Pachuco, que no asistió a su entierro en venganza por el suceso de los canarios. Un padre y un hijo que no supieron quererse como está mandado.
Pachuco, también falleció en deplorables circunstancias. Un día de viento sur tórrido, se bañó en Ondarreta con su flota a medida. Aulló la galerna, y empujó al flota de Pachuco en dirección a la isla de Santa Clara. Salvó de milagro las rocas, pero el viento le llevó mar adentro, hacia la bravía alta mar del Cantábrico. Días más tarde, en estado calamitoso, fue visto por unos pescadores de gambas de la costa oeste de Irlanda, y llevado de urgencia al hospital, falleció de tiritonas. Como iba indocumentado, en un último soplo de vida, aleccionó a los médicos que intentaron, sin éxito, recuperarlo. Supe posteriormente, que sus pies estaban colonizados por percebes y otras criaturas que la mar procura. Y se explicó: «Me llamo Pachuco Ugarte Pirolas, español, músico. Trompeta»
Y ahí está. En el cementerio de Killary Harbour, y en su tumba se lee. «Ugarte Pirolas. Spanish Trumpeter».
Trompeta español. Al menos, triunfó en la muerte.
Gran maestro de la pedorreta armónica.
Descanse en paz.