El marido de Begoña tiene que dimitir
No se puede seguir naturalizando la continuidad de un presidente que nunca debió serlo
Pedro Sánchez no debió ser presidente tras las elecciones del 23 de julio. Un político con las dosis mínimas de decencia y sentido común nunca hubiera forzado una investidura de cartón-piedra que convertía la Presidencia en un arma al servicio de los múltiples enemigos internos de España.
No es una opinión, es un hecho, por mucho que los beneficiarios de ese impúdico negocio se busquen coartadas para justificar el atraco: la Presidencia ha de ser un dique de contención para los planes de quienes, de forma pública y reiterada, exhiben sus objetivos, incompatibles con la primera responsabilidad de un gobernante serio, que es defender el orden constitucional, garantizar el imperio de la ley y preservar el mandamiento innegociable de los valores de la libertad y la igualdad entre españoles.
Sánchez ha sido un acelerador de todo aquello que debía frenar, asumiendo como propia una agenda minoritaria en cuyo nombre, durante décadas, se han perpetrado delitos, desde el asesinato hasta el golpe de Estado: su secuestro voluntario le obliga, a su vez, a secuestrar a la sociedad española, pagadora de un impuesto revolucionario que el líder del PSOE abona religiosamente para comprarse una Presidencia manchada en origen.
Y del mismo modo que jamás debió conservar el poder a cualquier precio, con otra pirueta de idéntica inspiración a la que en 2018 le dio la jefatura del Gobierno con una moción de censura que le convirtió en el mayordomo del nacionalpopulismo de Podemos, Bildu, Junts o ERC, tampoco puede retenerlo ahora por las mismas razones y algunas nuevas, relacionadas con la corrupción en su familia y en su partido.
Si el diabólico pacto con prófugos, chavistas, golpistas y exterroristas hace imposible la gobernación del país para nada que no sea destruirlo, el procesamiento de su esposa, de su hermano y de su partido en la obscena trama de las mascarillas le añade la necesidad de martirizar los restos del Estado de derecho para camuflar el hedor insoportable que expide el conjunto.
Por lo primero deforma la Constitución, invalida el Código Penal, trocea la Agencia Tributaria y consagra la extorsión como eje del acuerdo político. Y por lo segundo ataca a la separación de poderes, persigue a medios de comunicación, declara la guerra a la convivencia y anula uno de los principios fundacionales de la democracia, que es la rendición de cuentas: ver a todo un presidente amenazando a quienes debía dar explicaciones, mientras se pasea con su mujer por media España victimizándose como pobre objeto de una conspiración fascista, supone un hito en la pavorosa degradación del ecosistema europeo y apuntala el riesgo de que el siguiente paso sea el último y definitivo para imponer una autocracia con apariencia democrática.
Ahora que la Audiencia Provincial ha confirmado el derecho del juez Peinado a investigar a Begoña Gómez, conviene recalcar que la sentencia a Pedro Sánchez no necesita de un fallo condenatorio previo a su mujer: de llegar, solo incorporaría otro ingrediente nefando al equipaje intolerable que soporta el presidente del Gobierno desde el minuto uno de su existencia.
Pero no variaría una conclusión perfectamente compatible con una absolución de la «catedrática»: los pecados y abusos de Sánchez, en todos los ámbitos, ya son una certeza. Y el castigo a los mismos no necesita de una condena judicial por vía familiar. Él ya es culpable, y solo se trata de establecer de qué manera debe empezar a pagar el precio de su barbarie sostenida.
De momento, podría empezarse por dejar de naturalizarse su propia existencia: solo es el marido de Begoña, el hermano de David, el compañero de Koldo y el tipo que se reúne en Suiza con un huido para ver cómo le compra la Presidencia que no le dieron los ciudadanos con sus votos. Es un fraude, de la cabeza a los pies, y como tal hay que tratarle.