Eso no va a funcionar
Marcar distancias ya a primera vista y no hacer vida social con los demás no son las mejores maneras de integrarse en una sociedad
En los años en que me tocó trabajar en Londres, me llamaba la atención aquello que en mi mente yo denominaba «las parejas de tío chuli-boy y sierva enterrada en tela». Sucedía por toda la metrópoli, pero se percibía de manera muy acusada en el carísimo e irreal barrio de Knightsbridge, donde los plutócratas árabes casi han desterrado a los ingleses.
Allí se levanta el parque temático de los almacenes Harrods, que atraen a turistas de todo el planeta. La mayoría del público entra a fisgar, a recorrer el circo del supermercado con su lustrosa comida de cuento de hadas, y poco más. Los que sí compran artículos onerosos a saco son los asiáticos y árabes de pasta, que salen cargados con bolsas de marca mientras la inmensa mayoría de los españoles salimos con un sándwich, o acaso con una camiseta si hay saldos.
Por las aceras de Knightsbridge se repetía una escena. Delante, un fulano que parecía una especie de rapero extravagante en la gala de los Grammy. Un tío vestido con ropa de lujo hasta alcanzar el kitsch, atiborrado de logos, con gafas de sol tamaño pantalla de televisión con marca bien visible, gorra de béisbol llamativa, zapatillas prohibitivas y chillonas, con más goma que la rueda de un fórmula-1. Detrás, a un paso o dos, una especie de sombra humana, enlutada de arriba abajo, de la que solo se veían los ojos (o la cara, en las versiones más tolerantes). El tío se pavoneaba como un rico occidental moderno de gusto un poco hortera. Pero su mujer iba ataviada como una sumisa esposa del Medievo del desierto.
Unos años después, esa estampa la veo ya de manera cotidiana en España. No de manera tan llamativa, pero en esencia es lo mismo. Este sábado lo observé dos veces en el barrio obrero contiguo a la estación de trenes de La Coruña. Un tipo en chándal y con gorra de béisbol y anillos, y al lado, una mujer tocada con el pañuelo musulmán. En el segundo caso, el chandalista de visera caminaba dos pasos por delante y la mujer con velo iba detrás con dos niños.
Siempre me asalta el mismo pensamiento ante ese tipo de escenas: esto no va a funcionar. ¿Por qué? Pues porque en lugar de integrarse de manera natural en la sociedad donde han elegido vivir están estableciendo innecesarias barreras de entrada. Allí donde fueres haz lo que vieres. Si esas mujeres jóvenes transitasen por sus ciudades y sus puestos de trabajo sin el distintivo del pañuelo –que muchas se ven forzadas a ponerse por imperativo familiar o de sus maridos– serían unas chicas más, no estarían enviando ya de entrada un mensaje de «yo soy diferente a ti», que en nada las ayuda ni nada les aporta.
Otro tanto sucede con ellos. Durante un tiempo trabajé en el polígono de Arteixo donde se asienta Inditex. Había una pequeña comunidad musulmana en el pueblo y algunos hombres iban a los bares locales. Pero siempre los vi hablando entre ellos, en una esquina con su té o sus cafés, nunca mezclándose en la francachela del ambiente local.
Conozco a muchos gallegos que emigraron a Argentina. Los de segunda generación que vienen de vacaciones a Galicia son ya más argentinos que el mate. Sienten un cariño romántico hacia la tierra de sus ancestros. Pero sus costumbres y su corazón están al 100 % con su país, Argentina. Eso se logra zambulléndote en la nación que te acoge, no llevándote en tu mochila prejuicios de otras latitudes.
Imagino que comentar todo esto, que supone una verdad elemental, resulta ‘fachosférico’ y políticamente incorrecto. Tal vez por eso jamás he escuchado una sola queja de nuestras pugnaces feministas de izquierdas sobre la situación de las mujeres musulmanas que aquí viven. Imagino que están demasiado ocupadas combatiendo problemas que no existen como para ocuparse de los reales.