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El cristianismo no puede ser una moda

Dentro de estos vientos de cambio percibo cierto auge paulatino del cristianismo, en especial entre los jóvenes. Si el pensamiento dominante te dice que algo es malo, la reacción es la de indagar qué tendrá aquello que tan mal le pintan

Actualizada 01:30

A nadie se le escapa cómo el progresismo está de capa caída y lo que te rondaré, morena. Parece que todo su armazón ideológico, cultivado con mimo durante décadas, se deshace como un azucarillo. En España a un ritmo muchísimo más lento que en el resto de occidente, pero ahí vamos.

Dentro de estos vientos de cambio percibo cierto auge paulatino del cristianismo, en especial entre los jóvenes. Podemos achacarlo a varios factores. El primero, el efecto péndulo: si el pensamiento dominante te dice que algo es malo en esencia, la reacción natural de la juventud es la de querer indagar qué tendrá aquello que tan mal le pintan. La religión no es una excepción, y de un tiempo a esta parte se nota, como digo, cada vez más interés hacia ésta.

Este fenómeno entronca con el siguiente factor, la autenticidad. En Fe y futuro (1970), Ratzinger reivindicó la necesidad de que el catolicismo se mantuviera fiel a su esencia, aunque la comunidad de creyentes acabara muy reducida. En las dos últimas décadas, proclamar la condición de católico podía abocarte en cierto modo al ostracismo social, al menos entre la juventud. Quien se ha mantenido fiel a sus creencias ha sido –además de por gracia– por convicción, de modo que ha vivido su fe de forma activa y apasionada. Empezamos a recoger los frutos ahora: esos jóvenes que curiosean sobre el catolicismo como reacción ante la ideología anti-cristiana se encuentran con una forma de vivir y de dar sentido a la existencia diametralmente opuesta a la que han conocido. Este despertar de la fe se manifiesta en cosas sutiles, y queda todavía mucho por hacer, pero fenómenos como el de Hakuna (camino de fe y grupo de música asociado) simbolizan de forma visible el cambio de sensibilidad.

Desde esta óptica, cobra sentido el discurso navideño de doña Isabel Díaz-Ayuso, en línea con los de otros años. Si tuviéramos que resumirlo en una frase sería «No se dice ‘Feliz equinoccio de invierno’, se dice ‘Feliz Navidad’». El alegato de la presidente de la Comunidad de Madrid me ha dejado una sensación de ambivalencia. Por un lado, me alegra que se recuerde algo obvio, pero muy olvidado: el origen de la celebración. Entiendo que quienes no son creyentes aprovechen estos días para mantener determinadas y buenas costumbres, como reunir a la familia y obsequiarse unos a otros. Lo que no llevo bien, por ejemplo, son esas películas en las que se habla de «la magia de la navidad» mientras se obvia el origen y el componente religioso de la celebración. Desear «Felices fiestas» es otro derivado del mismo fenómeno: ¿de qué fiestas me habla usted?

Ahora bien, lo que no me acaba de inspirar mucha confianza es que este incipiente auge de la fe venga asociado a ideologías políticas determinadas. En el matrimonio «política y religión» hay que tener en cuenta dos cosas. La primera es básica: un partido político que esté a favor del aborto, de la eutanasia, de la castración de niños y adolescentes o que ignore la importancia de proteger al más débil (algo que incluye el aspecto económico) no puede declararse afín al catolicismo sin incurrir en gran contradicción. En este aspecto, el PP no acaba de resultar convincente, a pesar de la vehemencia de Ayuso. En el otro extremo, están quienes toman el catolicismo como parte de un ideario político excluyente. Aquí no encaja VOX ni, es evidente, el PP: ambos -uno con más coherencia que otro- se alinean con directrices propias del cristianismo y defienden sus ideas principales, sin que por ello excluyan a quienes no son creyentes o lo son de otra religión.

No, no hablo del PP ni de VOX, a pesar de que a ambas formaciones les vaya bien –en términos electorales– el incipiente auge del fenómeno religioso. Me refiero a ciertos movimientos -marginales y desubicados-, como Falange o Núcleo Nacional, que sí parecen asumir su fe como parte de una ideología, y no como la Verdad que debería ser el centro de su vida. Si en general la ideología –entendida en su aspecto peyorativo– es perniciosa, asociada a una religión acaba por pervertirlo todo. De ahí mis sentimientos encontrados ante el discurso de la presidente de la Comunidad de Madrid.

Quizá mi alarma es excesiva, sobre todo si tenemos en cuenta la actualidad informativa. Pero soy de las que prefiere prevenir que curar. Anticiparse a los problemas es la mejor forma de evitar que aparezcan. Andemos con cuidado, y no dejemos que se politice justo aquello que debería unirnos a todos. Feliz domingo de Adviento.

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