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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Nieve eterna

Son éstos, los sobrantes días del año: días de exceso, en los que uno puede dejarse llevar por recuerdos de aquella nieve. Lujo, antes de que el tiempo real retorne. Y, con él, los majaderos. Que son lo único que, de verdad, retorna siempre

Actualizada 01:30

En el cuento que evoca su Navidad de niño en Gales, topa Dylan Thomas con esta escueta iluminación de aquel que él fue cuando con su amigo Jim jugaba a sorprender –sin, por supuesto, conseguirlo– a los gatos sabios de su barrio, «calzados ambos como esquimales del Ártico, en el silencio mullido de la nieve eterna: eterna al menos desde el miércoles pasado».

Son días, en todo caso, muy extraños estos que corren del 26 de diciembre al 2 de enero. El año se ha extinguido ya: el verdadero fin del ciclo, en nuestras sociedades, lo marcó siempre la «Misa del gallo» en la exacta medianoche del 24. Que se extiende a lo largo del paréntesis doméstico del 25: una jornada en la que el mundo externo queda ceremonialmente abolido.

Tras él, vienen los días fuera de cuenta; como abriendo una brecha entre la percepción sentimental y el dato administrativo. Por motivos que no acaban de borrar lo enigmático, no empieza el año en ese instante fundacional del arribo al mundo humano de un Dios-hombre. Y, a la manera de una especie de anticipo del saludable diferenciar lo mundano y lo divino, el año administrativo no consumará su ciclo hasta una semana más tarde. En medio, están los días sobrantes. Los días cuya existencia nadie entiende: cuando ya no hay, de verdad, año viejo; cuando, en recta burocracia, no existe todavía un nuevo año. Puede que sólo en ese paréntesis residan las más arcanas vacaciones de lo humano: en el lapso en donde el tiempo nada significa.

¿Quién puede malbaratar el tan corto intervalo de esa apenas una semana, retornando a las rutinas de reloj y calendario que cuadriculan, inexorables, vidas y afanes? No sé, a mí escribir sobre el enjambre de majaderos que envenenan nuestro elemental derecho al sosiego cada día, se me hace hoy muy cuesta arriba. No los olvido; no podría ni sabría hacerlo. Los encierro, tan sólo, en una bien blindada habitación del pánico: del mío, desde luego, nunca del suyo. Y juego a hacer como que no existen. Al menos, dormiré mejor: no hay como estos siete días irreales, esta semana de ficticia propina, para palpar el sosiego que sólo, en el resto del año, nos mienten los ansiolíticos.

La nieve del adolescente Dylan Thomas en un Gales revestido de glacial Ártico, ¿era real? ¿O es la añoranza del poeta cuadragenario la que inventa su nostalgia al escribirla en un invierno de tres decenios luego? Da lo mismo. Es la nieve que seguirá conmoviendo a otros, mucho tiempo después de que cada uno de nosotros ya no exista. Como, tres cuartos de siglo después de los dieciocho whiskies que se lo llevaron a la tumba, nos conmueve a nosotros.

La nieve de mi infancia ocurría en la Laponia legendaria de Hans-Christian Andersen y estaba hecha de papel impreso. La nieve de Dylan Thomas, en un Gales de leyenda. Todo, al cabo lo es: leyenda, trama de leyendas, en la cual la memoria busca asidero al que aferrarse para aliviar la grisura del presente. Conseguirlo es ser feliz: en la modesta medida en que «feliz» puede ser dicho de un humano. Y no, no hay nieve cuya blancura ciegue tanto cuanto la que no existió, la que nosotros pusimos, la que es nosotros: en cuentos, en poemas, en cine, en música, en pintura…, que fueron, al fin, lo que, por encima de todo, valió la pena.

Son éstos, los sobrantes días del año: días de exceso, en los que uno puede dejarse llevar por recuerdos de aquella nieve. Lujo, antes de que el tiempo real retorne. Y, con él, los majaderos. Que son lo único que, de verdad, retorna siempre. Glacial y turbador en otro poeta inglés, «el tiempo vigila desde la sombra / y tose cuando estás besando».

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