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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Recato del que escribe

Para restregar lo establecido, ya están los televisores. Tan eficaces y tan canallas. Y las redes, que a eficacia y canallería añaden la arrogancia resonante de los analfabetos

Actualizada 01:30

1557. Joachim du Bellay cierra así el soneto que cifra su ars poetica: «… sólo diarios papeles o quizá comentarios». Rindámonos a la belleza de su alejandrino, recordando un original al que ninguna traducción hará jamás justicia: «… que des papiers journaux ou bien des commentaires». Eso es la poesía. La pura desnudez de retórica que volverá en el español cristalino de Juan Ramón Jiménez, cinco siglos luego: «vino primero pura, / vestida de inocencia…» No hay más que eso: un arte de despojarse. Que es, al cabo, única ley de la escritura. A cuyo momento extremo llamamos «poesía».

Han pasado treinta años. Pero cada mañana en la que me avengo a la tasada disciplina de las, pongamos, quinientas setenta y una palabras que han de ajustar este rompecabezas al que llamo columna, me viene al recuerdo una advertencia del gran Luis Eduardo Aute: la columna construye el mismo riesgo del poema. No admite correcciones: es formalmente perfecta o es solo buena para la papelera. Como el poeta, debe el columnista encadenar ritmos; series silábicas en las cuales hiera al lector un presente que no comparece en los significados, sino en la trama de fantasmagorías con que el ruido de las palabras pueda despertar olvidadas músicas en la memoria del que está leyendo.

Muy pocos consiguieron eso. Pienso en los más asombrosos momentos de Umbral o de Manuel Alcántara, por recordar tan sólo a los ya idos. Una columna está hecha de los ritmos donde duermen tantas inconfesadas añoranzas del animal hablante. Variedad, menor si se quiere, del poema. Pero no otra cosa.

¿De qué escribe el columnista? De lo que de verdad lo hiere. Esto es, de las palabras. Que un canalla, o un ladrón, o un asesino rijan cada destino del mundo en el que él vive, no es, en rigor, negociado suyo. Lo es el modo sanguinario en el que un canalla, o un ladrón, o un asesino masacran el sagrado universo de la lengua, hasta trocarlo en páramo sin más virtud que la de atar de pies y manos al indefenso que cree estar hablando libremente, cuando repite las sobadas bazofias de una lengua devastada; de una lengua en la cual nada pervive que no sea servidumbre.

Para restregar lo establecido, ya están los televisores. Tan eficaces y tan canallas. Y las redes, que a eficacia y canallería añaden la arrogancia resonante de los analfabetos. Escribir es un honor y una carga. Pesada. La de saber que nada mal escrito es perdonable. Corrompida la lengua hasta la médula por quienes construyeron esta homogénea habla de esclavos, escribir reviste el riesgo de un amor perverso e imposible. «Música, más que ninguna otra cosa», lo llamará Verlaine. Y, en esa música suena cada íntimo fantasma, cada sueño, cada derrota, cada ira, cada certeza de sobrevivir en un mundo imperdonable… Sin darles nombre explícito. Nunca. Siendo conmovido por todos. Siempre.

«Ni excavar en el fondo de la naturaleza,
ni espíritu encontrar al universo,
ni pretender sondear abismos encubiertos,
ni dibujar del cielo la bella arquitectura».

Du Bellay, hace ahora casi ya seis siglos, despliega su recato. Nada de proyectos salvíficos. Nunca. «Solo diarios papeles», «comentarios». «Música» bien medida que, en Paul Verlaine, nos enseñó a despreciar —más aún que a odiarla— la jerga cadavérica que imponen a los hombres sus peores asesinos: la cháchara que ningún resquicio deja abierto a verdad, a inteligencia. Que es crepúsculo de los hombres libres.

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