Capitalizar el dolor (de los otros)
Lo divertido es que sean los herederos de esas siglas PSOE quienes armen el gran festival jubilatorio por la muerte de un dictador contra el que jamás movieron un dedo, porque moverlo hubiera podido hacerles pupa. Son, de verdad, divertidos
Medio siglo habrá pasado cuando llegue el próximo 20 de noviembre. Añorarán algunos lo de antes. Otros lo detestaremos. A los más, les será primorosamente indiferente. Debiéramos entender que no puede suceder de otra manera. En los afectos no hay verdad de lo contado. Hay proyección sentimental del que cuenta. Nuestro amor, nuestro odio, nuestra atracción, nuestra repugnancia o nuestra indiferencia nada dicen de aquello de lo que dicen estar hablando. Dicen todo de nosotros, los que hablamos. Y de ese decirlo todo de quien habla, lo real queda excluido.
Si juego limpio, habré de constatar que la muerte del general Franco me quitó una losa de encima. Es lo menos. Nací de pajolera chamba, hijo de un militar de carrera, a quien sus convicciones republicanas propiciaron una pena de muerte en el verano de 1939. No se ejecutó. Sólo unos cuantos años de presidio. Yo nací no demasiado después de su salida. Uno de los más viejos poetas líricos griegos había escrito, hace dos mil seiscientos años, que «lo mejor de esta vida es no haber nacido». Si el descomunal Teognis tiene razón, yo perdí la ocasión, que los vencedores del 36 estuvieron a punto de otorgarme, de permanecer en lo óptimo. Laberintos jurídicos y administrativos, que al cabo se resumen en la fórmula de Foxá, conforme a la cual el franquismo resultaba ser «una dictadura muy atenuada por la incompetencia», indujeron el imprevisto no-fusilamiento de mi padre y mi muy trivial llegada a un mundo de cuyos primeros años guardo una evocación más bien pesadillesca.
A los diecisiete y en la Universidad Complutense, transité al territorio de los movimientos clandestinos, que –¡oh, cuan ingenuamente!– fantaseaban el derrocamiento de la dictadura. Los únicos que iban más allá del huero verbalismo eran los diversos grupos comunistas. Allá que me fui. A los socialistas, por aquel final de los años sesenta, nadie los había visto. Ni nadie los esperaba en las modestas, pero nada cómodas, actividades contra un régimen que, en el fondo, sabíamos demasiado blindado como para hacernos ilusiones. La gente que pudiera haber en el PSOE –si es que alguna había, que yo no la vi jamás– tuvo la prudencia de preservarse en una retaguardia de la cual vinieron a sacarla los agentes del Departamento de Estado norteamericano, cuando quedó ya claro que el general se moría. Y, de manos del Departamento de Estado, esas gentes de González y Guerra recibieron formalmente la herencia del franquismo. Deberían haber quedado agradecidas. A los dos: al franquismo y al Departamento de Estado. Gracias a ambos, gentes sin entidad alguna hicieron muy ricas carreras y aún mejores fortunas.
Lo divertido es que sean los herederos de esas siglas PSOE quienes armen el gran festival jubilatorio por la muerte de un dictador contra el que jamás movieron un dedo, porque moverlo hubiera podido hacerles pupa. Son, de verdad, divertidos.
Tras una guerra, uno puede –si no es idiota– entender al enemigo vencedor, conmoverse ante el duro destino de los amigos derrotados… Pero despreciar… Despreciar, de verdad, sólo se desprecia a aquellos que se pusieron de perfil, a los que nunca corrieron riesgos. Y que emergieron sólo a la hora de repartir beneficios. ¿Juzgarían descortés decir que dan un poquitín de asco?