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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

El año de todas las náuseas

Último y más amargo que todos los demás vómitos. Una sospecha que quedará en el aire: ¿figuraba acaso el nombre de Pedro Sánchez entre los mensajes que el fiscal borró de su teléfono?

Actualizada 01:30

Es una incitación al vómito, lo sé. Pero hay que hacer el balance de este que, en lo político, ha sido el año más repugnante del casi ya medio siglo que dura la democracia parlamentaria en España. No digo el más criminal. El más repugnante, sí.

Vómito, en primer lugar, vómito apoteósico y más que amargo, ante el hedor de sentina que viene de la Moncloa. Ni en España, ni en ningún país europeo que en lo moral se precie, habíamos visto nada comparable en los últimos tres cuartos de siglo.

Fue, primero, la llegada de un primer ministro que a sí mismo se proclamaba «doctor» y cuya tesis doctoral resultó ser un amasijo de plagios barajados por una patulea de «negros» asombrosamente incompetentes. En 2011, el joven y prometedor ministro de defensa alemán, Karl Theodor zu Guttenberg, había dimitido al ser cazado en un plagio comparable: acabó exiliándose. Al que fuera gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, haber plagiado textos de Lyotard y Jankélévitch le supuso, en 2013, la expulsión no menos inmediata de su cargo y la vergüenza pública en su comunidad: optó también por el exilio. Sobre ambos cayó una reprobación que hasta hoy dura. Pero al Señor de la Moncloa estas minucias no podían afectarlo. Plagiar una tesis doctoral no es más que una variedad menor de la mentira. Esa mentira que configura la esencia misma de la personalidad que preside el gobierno de España. ¿Tiene eso un coste para los ciudadanos? Sí. ¿Se han tomado los ciudadanos la molestia de exigir que ese coste sea pagado? …Pues eso. Y, para empezar el nuevo año… gran redoble de tambor y última pirueta: el presidente del Gobierno se reunirá en Suiza con el delincuente prófugo Carlos Puigdemont. De tú a tú y como lección suprema de su «Yo, el Supremo» (copyright Augusto Roa Bastos). ¡Loada sea su grandeza!

Fue, de inmediato, el uso sistemático de la Moncloa para la promoción y beneficio de la esposa presidencial. Nunca en España habíamos visto una cosa así. A su lado, la transubstanciación de la esposa de Felipe González en diputada digital es casi un juego de parvulario. Una alguien que ni siquiera había obtenido jamás la licenciatura fue transfigurada en «directora» de una cátedra creada a su medida exacta por la primera Universidad del país. He sido muchos años catedrático de la Complutense. Desde que entré como estudiante en 1967, hasta que me jubilé definitivamente como profesor emérito en 2020, he visto, claro está, muchos horrores. La Universidad española no es lo que se dice una institución modélica. Pero poner al frente de una «cátedra» especial a alguien sin más titulación superior ni mérito que el de estar casada con quien preside el gobierno, es algo que no creí llegar a ver nunca. Confesémonoslo: en la perversidad moral de los humanos no existe límite. Tampoco, en la plétora de ridículo. Ni en lo grotesco.

Ábalos, poniéndoles a sus amantes piso que pagaban los beneficiarios de aquellos fastuosos contratos públicos que él y su partido iban administrando, entra más en la normalidad de los comportamientos socialistas desde el tiempo de Filesa y los modélicos González y Guerra. Ni me asombra ni me escandaliza demasiado. Es ya casi medio siglo de dar eso como normalidad financiera de los socialistas españoles. Entre el despachito sevillano de tomar café del «hemmano» de «mihemmano» y la donación de mansiones de lujo al ministro adecuado para vender más –y más caras– mascarillas en tiempos de exterminio pandémico, hay un hilo rojo implacable: se viene a la política para hacer dinero. Da igual si es a costa de cadáveres. El vómito es, esta vez, el de siempre. En lo más hondo, algo nos dice que ese vómito nos acechará de por vida. Gobierne quien gobierne. Que ese vómito va en el coste de haber nacido en España.

Vómito, puede que el de mayor gravedad, en el umbral del último reducto –la magistratura– que puede resistir a la tentación despótica del primer ministro y de su cónyuge. Vómito ante el espectáculo de un fiscal general –«¿Y quién manda en la fiscalía…?»–, judicialmente imputado por filtrar datos confidenciales y de cuyo teléfono móvil son milagrosamente borradas las conversaciones mantenidas durante las fechas en las que es sospechosos de haber consumado su presunto delito. Los aficionados a la novela negra hemos leído mil veces ese proceder: se llama destrucción de pruebas. Pero el presidente del gobierno lo define como la muestra de fidelidad que le hace confiar en «su» fiscal general –eso ha dicho literalmente: «la confianza del gobierno de España en SU fiscal general del Estado»– más que nunca. Último y más amargo que todos los demás vómitos. Una sospecha que quedará en el aire: ¿figuraba acaso el nombre de Pedro Sánchez entre los mensajes que el fiscal borró de su teléfono?

Ha habido más náuseas en el curso de estos últimos doce meses: la irrisoria súbita riqueza del «hermano artista» no es la menor de ellas. Muchas más. Demasiadas. Las que vendrán en 2025, temo que serán mayores. Y cada vez menos risibles.

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