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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Diálogos de carmelitas

Es milagro del arte trocar hechos en destinos. Prefigurar, en palabras o bien en notas efímeras, la santidad, que es el nombre de lo que escapa al tiempo: lo eterno

Actualizada 01:30

Religión y arte fijan horizonte al precario maquinador de signos que es un hombre. En su cruce se instala lo sagrado: allá donde el hablante, que solo está hecho de tiempo, alza sus palacios intemporales. Malraux vio en esa paradoja la refinada rareza de la Europa moderna: la que del «museo hace una especie de templo», a cuyo abrigo «todo arte es una lección para sus dioses»: lección de «oscuro empecinamiento» por dar intemporalidad a las formas.

Ese laberinto de espejos en el cual se cifra la dimensión más metafísica del animal estético que es el humano, me retornaba anteayer en la lectura de una crónica de María Rabell para «El Debate»: la canonización en Roma de las dieciséis «carmelitas de Compiègne», mártires del Terror en el verano de 1794.

Durante tantos años he desmenuzado en mis aulas de la Complutense las dos obras maestras que –en literatura y música– hacen de aquel sacrificio arte mayor del siglo veinte, que ni siquiera se me había pasado por la cabeza que la santidad de sus protagonistas pudiera aún no haber sido oficialmente canonizada: pero el tiempo institucional no es el tiempo de los relojes. Tres cuartos de siglo antes, sin embargo, habían sido ya instaladas en lo eterno de una doble e intemporal basílica. 1948: Georges Bernanos, muy enfermo, escribe sus póstumos Diálogos de Carmelitas, quizá su obra maestra. 1957: Francis Poulenc transcribe el texto de Bernanos en ópera que cierra uno de los pasajes más intensos de la música del siglo veinte.

En la anotación de Bernanos, la escena final habría de ser así:

«Plaza de la Revolución. Las carmelitas descienden de la carreta al pie del cadalso. En la primera fila de la compacta muchedumbre, podemos ver, cubierto con un gorro frigio, al sacerdote que susurra la absolución, hace un furtivo signo de la cruz y desaparece rápidamente. De inmediato, las monjas entonan el Salve Regina, seguido del Veni Creator. Sus voces son claras y muy firmes. La muchedumbre, sobrecogida, calla. No puede verse más que la base del cadalso, al que las monjas suben de una en una, sin dejar de cantar. A la medida en que desaparecen, el coro va reduciéndose. Quedan dos voces, luego una sola. Pero, en ese instante, surgiendo del rincón opuesto de la gran plaza, se eleva una nueva voz, más nítida, más decidida aún que las otras, con algo de infantil sin embargo. Y vemos avanzar hacia el cadalso a la pequeña Blanche de la Force. Su rostro parece despojado de cualquier miedo: Deo Patri sit gloria / Et filius qui a mortuis / Surrexit ac Paraclito / In saeculorum saecula. Brusco movimiento de la muchedumbre. Un grupo de mujeres rodea a Blanche, la empuja hacia el patíbulo, la perdemos de vista. De pronto su voz calla, como una a una lo hicieron antes las voces de sus hermanas».

Ocho años después de la muerte de Bernanos, Francis Poulenc da sonido a esa anotación. Deja sólo sobre el proscenio al coro de monjas que entona su «Salve Regina», austera acogida de la muerte. En el instante en el que la primera estrofa va a cerrar su lírica elevación, un golpe de percusión seco corta la última sílaba. Y la plegaria vuelve a empezar, idéntica; pero con una voz menos. Catorce fragmentos de canto, segados por la guillotina. Cada retorno, más lírico por más despojado. Hasta que la última voz ceda al final golpe sordo. Después, silencio. Y en ese silencio —de Poulenc, de Bernanos, de las monjas, de la plebe apelmazada…—, en ese silencio mora tan solo lo sagrado: el estupor lúcido ante la muerte.

Es milagro del arte trocar hechos en destinos. Prefigurar, en palabras o bien en notas efímeras, la santidad, que es el nombre de lo que escapa al tiempo: lo eterno. Unas humildes carmelitas de Compiègne, por ejemplo. Una conversación susurrada por Bernanos, una composición grandiosa e íntima de Francis Poulenc. En el cruce de esos tres vectores habita lo sagrado.

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