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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Diez años después de Charlie

Di de bruces con la desolación, con el estupor de una ciudad que apenas si podía creer que aquella salvajada hubiera sucedido en el corazón más ilustrado de Europa. En el entierro de Wolinski, de Cabu, de Tignous, supe que el tiempo de nuestra generación se había cerrado

Actualizada 01:30

Mañana se cumplirán diez años. Miércoles, 7 de enero de 2015. Once y media de la mañana. Armados con fusiles de asalto, los hermanos Sherif y Saïd Kouachi, miembros de Al-Qaeda de la Península Arábiga, irrumpen en los locales de la revista satírica Charlie Hebdo. Ametrallan al consejo de redacción. Y rematan, de uno en uno, a los supervivientes. Dejan tras de sí doce cadáveres. Más once malheridos. Huyen. La gendarmería tardará dos días en darles caza y abatirlos. En tanto, durante la mañana del día ocho, un tercer islamista, Amédy Koulibali ha asesinado en Montrouge a una agente de la policía municipal y ha herido a su compañero. Se apodera de sus armas, y secuestra a los clientes de un supermercado judío en Vincennes. Antes de que la policía logre abatirlo, Koulibali habrá tenido tiempo para asesinar a sangre fría a cuatro de esos rehenes.

Llegué a París en la mañana del jueves, ocho de enero. Bieito Rubido, director entonces de ABC, me había llamado a las pocas horas de conocerse el atentado: «¿Quieres ir a contarlo?» «Me hubiera ido por mi cuenta si tú no me lo hubieras encargado». Apenas el tiempo justo de conseguir un billete de avión y hacer la precaria maleta de un cronista. Volvía a mi ciudad de siempre: al lugar en el que aprendí casi todo lo que iba a tener peso en mi vida. Y di de bruces con la desolación, con el estupor de una ciudad que apenas si podía creer que aquella salvajada hubiera sucedido en el corazón más ilustrado de Europa. En el entierro de Wolinski, de Cabu, de Tignous, supe que el tiempo de nuestra generación se había cerrado.

No podía prever entonces yo —no podía prever nadie— que esa desolación era solo la primera parte. Que diez meses más tarde, el 13 de noviembre, el yihadismo golpearía París de nuevo. Y que esta vez los locos de Alá optarían por la matanza indiscriminada, durante un concierto de heavy metal en la sala Bataclan y en los bares de sus alrededores. Entre 130 y 132 asesinatos en unos pocos minutos: ametrallados y rematados con la eficiencia militar de gentes formadas en las milicias del Daesh. El presidente Hollande anunció aquella misma noche los primeros bombardeos franceses contra las posiciones del Daesh en Raqqa, de donde provenía el comando asesino. Y la entonces alcaldesa madrileña lamentó la decisión del gobierno francés, porque lo que había que hacer era «empatizar con los yihadistas del Daesh». Yo estaba ya en París cuando Carmena desembuchó semejante dislate. Pocas veces he sentido tanta vergüenza.

El 18 de noviembre, a las 4:30 de la madrugada, las fuerzas de la gendarmería asaltaron el piso franco en el que se ocultaban los asesinos, al abrigo de una de las mayores concentraciones musulmanas de Francia: en la periferia norte parisina. Apenas abierto el acceso a la prensa, a primera hora de la mañana, con la basílica de Saint-Denis a mi espalda, pude contemplar los restos calcinados del apartamento en el que los hombres de Abdelhamid Abbaoud hicieron frente al asalto de la gendarmería. Y tuve la horrible impresión de que los habitantes del barrio miraban hacia aquel agujero carbonizado como hacia un lugar sagrado, y evocaban a la banda de los siete asesinos muertos como a un cortejo de santos.

Diez años han pasado. Saint-Denis sigue siendo un coto cerrado del islamismo, en el cual poco cuentan las leyes de la República. Me digo, siempre que vuelvo, que debo evitar poner mis pies en ese barrio abducido por la barbarie. Pero demasiado sé que, en lo alto de esa fortaleza islamista, está la más bella basílica de Francia. Y cedo, una vez más, a la nostalgia.

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