Francamente melancólico
Habíamos perdido la guerra, no me quejo; la derrota se paga siempre. Pero que el señor Sánchez y los suyos pretendan apropiarse de mi derrota, que para ellos fue condición de prosperidad pletórica, me es —y digo yo que no seré yo el único— francamente —sí, «francamente»— ofensivo
Al bibliófilo y bibliotecario Robert Burton debemos el más exhaustivo rastreo de la melancolía en la literatura clásica. Es él quien, en los tres volúmenes de su prolija Anatomy of Melancholy, que en el año 1621 da a la luz bajo el seudónimo de «Democritus Junior», agota las claves y usos del término desde sus orígenes en la primera medicina griega. Y anticipa la avalancha de su primacía en la edad barroca. La melancolía, concluye de la recopilación de tratados médicos antiguos, es (I, III, I) «un tipo de locura sin fiebre, que tiene como compañeros al temor y a la tristeza, sin ninguna razón aparente… El temor y la tristeza la distinguen de la locura; ‘sin causa’ la distingue de las otras pasiones ordinarias de temor y tristeza. Nosotros la llamaremos delirio… porque corrompe alguna facultad principal de la mente, como la imaginación o la razón, como sucede en todas las personas melancólicas. Ocurre sin fiebre… Y el temor y la tristeza son los verdaderos caracteres e inseparables compañeros de los melancólicos».
«Sin ninguna razón aparente», 2025 ha sido ya profetizado por el augur que rige nuestros destinos y corrompe nuestras realidades como el año de la melancolía franquista. Trato de acotar, en lo que malamente me sea posible, ese estupor de quien sí tiene derechos, de los que don Pedro Sánchez y su tribu carecen, para aborrecer aquel tiempo. Hubo quienes en él —y el señor Sánchez no tiene más que volver los ojos a su entorno más íntimo— se enriquecieron, más o menos tenebrosamente. Otros lo pasamos mal: habíamos perdido la guerra, no me quejo; la derrota se paga siempre. Pero que el señor Sánchez y los suyos pretendan apropiarse de mi derrota, que para ellos fue condición de prosperidad pletórica, me es —y digo yo que no seré yo el único— francamente —sí, «francamente»— ofensivo.
En 1939 medio país perdió una guerra civil frente al otro medio. Ambas mitades habían disfrutado, durante los tres años que van de julio de 1936 a abril de 1939, de un festival de salvajismo cuya crueldad no tiene equivalente en la historia moderna de España. Ni buenos ni malos. Pésimos todos. Todos empeñados en administrar dolor al enemigo. Por los procedimientos más refinados, por los más toscos: los que pusieron en el laboratorio los procederes que Alemania y Rusia iban a desplegar en gran escala durante los seis años siguientes. Los vencedores aniquilaron a los vencidos. Exactamente igual hubiera sucedido si los vencidos hubieran sido los vencedores. Ni hubo piedad en la guerra civil, ni la hubo en la posguerra. Punto. Dejémonos de sandeces onanistas.
Franco triunfó. Sus opositores clandestinos éramos cuatro gatos que jamás pusimos en el menor riesgo su blindado régimen. «Ni siquiera Dios puede hacer que lo que fue no haya sido», dice San Agustín. Tiene razón. Y los empeños humanos en lograr esa reversión solo desembocan en la gran melancolía, cuando el tiempo acaba finalmente por revelarnos lo único importante: que nada pueden los irrisorios bichos humanos contra el omnipotente correr de las horas y los días. Si «el tiempo es el mal», como en un relámpago de lucidez proclama Pound, es porque es irreversible. Y porque los errores —como los horrores— que cometimos no podrán ser corregidos ni perdonados nunca por los simples —y temporales— humanos. Es lo que subyace al terrible aserto del gran Spinoza: «el que se arrepiente es doblemente miserable; una primera vez por lo que hizo, una segunda por arrepentirse». Y a esa imposibilidad de reparar humanamente, lo que el tiempo trocó en inasible, precisamente a eso llamamos «melancolía».
Es parte de la condición humana, esa melancolía: de algún modo, es el imperativo moral de aquel que sabe que, de todo lo hecho, le acompañará la responsabilidad irreparable hasta el día de su muerte. Y está bien que así sea; sin eso, nuestro último parapeto moral se desmoronaría en un sórdido estruendo de deseos locamente autosatisfechos. La melancolía que acompaña a lo que hicimos restringe nuestra tentación de repetirlo. Y, a quienes carecen de la cautela que impone «esa tristeza sin causa», llamamos psicópatas. Una prudencia básica nos aconseja mantenernos lo más alejados de ellos que podamos. Nadie puede sobrevivir al acoso de un alucinado de ese tipo. Por principio, no hay loco bueno
Nadie puede. Ni siquiera un país, cuando uno de esos lunáticos toma el poder y erige como función primordial del Estado regodearse en la repetición de la fecha que hubiera debido borrar de nuestros usos los modos y maneras de la «guerra civil». 2025 ha sido proclamado por el esposo de Begoña Gómez, año del retorno al odio. Año del rencor fuera del tiempo. No, no va a salirnos gratis. A ninguno. «2025: Año del General»… ¡Qué pereza! O, más bien, ¡cuánta angustia!